Con Shirley Horn, hasta las nubes
Es probable que nunca antes se hubiera visto salir a una pianista, aunque sea principalmente cantante, con las manos enguantadas y los enseres de escena guardados en un bolsito de pedrería. Parecía un personaje de otra época, pero así es Shirley Horn, una artista de hoy a quien le divierte moverse a contratiempo.El público que acudió a su esperada presentación en España ya puede contar a sus nietos los placeres sibaríticos que proporcionaba escuchar a una cantante rabiosamente viva que puede compararse sin complejos con las desaparecidas míticas. En efecto, la Horn no es Billie Holiday, ni Ella Fitzgerald, ni Sarah Vaughan; no necesita más que parecerse a sí misma para erigirse en tótem que no impone tabúes.
Y eso que la cantante procuró marcar de entrada las distancias con el público y, a modo de barricada, apuntó su piano gran cola hacia el patio de butacas, como si quisiera ocultarse de miradas indiscretas. Podía perdonarse lo inestético de la medida porque la compensó cantando desde dentro, como dueña y señora de un espacio privado que se antojaba regido por una desconocida ley del tiempo.
Arrancó con un largo instrumental, el Change partners de Irving Berlin, que sirvió para comprobar sus limitaciones al teclado y la calidad de sus acompañantes de toda la vida, Charles Ables, uno de los pocos que saben poner nobleza acústica en el bajo eléctrico, y Steve Williams, un batería tan eficiente con las escobillas como con las baquetas y las mazas.
Las líneas pianística de Horn resultaron el complemento ideal a una voz tintada de un color único. La cantante diseccionó cada tema con recogida delicadeza, calibrando el peso de las palabras con la sensibilidad como balanza. Mediado el concierto hizo un Fever antológico, comparable en carácter y fuerza al histórico de Peggy Lee, y terminó majestuosa con la deliciosamente irónica Never kissed a man before. A esas alturas la audiencia ya hacía rato que había cambiado la silla del polideportivo por la nube de la gloria, aunque bajó justo a tiempo para brindarle a la cantante una larga y encendida ovación.
Un cuarteto "all star"
Los organizadores debieron pensar que para sacudirse el embeleso no hay como una descarga de jazz intelectual y poderoso servido por un genuino cuarteto de all stars. Nunca se ha aplicado este término manido con más merecimiento: Joe Lovano (saxo tenor), John Scofield (guitarra), David Holland (contrabajo) y Al Foster (batería), cuatro verdaderos cabezas de serie, formaron un equipo correoso y polifacético que llamó a las cosas por su nombre sin hacer una sola concesión. Uno tras otro, entregaron siete temas originales, densos desde el punto de vista rítmico y fecundos desde el armónico. Habrá quien les reproche que plantearan una opción demasiado severa para un público veraniego no siempre entendido, pero al final convencieron a expertos y neófitos, quizá porque para sentir la fuerza y el talento a flor de piel no hace falta título. Su despedida triunfal también significó el adiós del festival.
Mientras los operarios desmontaban el escenario definitivamente, era momento de hacer balance. Tiempo de acordarse de la tierna colaboración a la luz de las velas de Kenny Werner y Toots Thielemans, de la precisa brillantez de la orquesta del Lincoln Center, del pianismo profético de Brad Mehldau y de los espléndidos conciertos que han confirmado la sección Jazz del siglo XXI como un escaparate rico y veraz de nuevas tendencias. El año próximo su música será ya de nuestro siglo.
Babelia
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