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Cartas al director
Opinión de un lector sobre una información publicada por el diario o un hecho noticioso. Dirigidas al director del diario y seleccionadas y editadas por el equipo de opinión

Por alusiones

Como a Javier Marías (EL PAÍS, 10 de julio), también a mí me resulta desagradable seguir dándole vueltas al asunto de sus ataques al profesor Aranguren, pero de nuevo, al igual que él, no tengo más remedio que responder a las alusiones que me hace en nuestro cruce de réplicas y contrarréplicas.Tras leer la suya, me mantengo en mi afirmación de que la acusación inicial de Marías según la cual Aranguren habría declarado: "Al término de la guerra civil, y durante años, sus superiores académicos franquistas le obligaron a espiar a sus colegas y a informar de sus deslealtades o desafecciones al régimen", es un solemne disparate. Javier Marías reconoce ahora su equivocación, pero pretende minimizarla y reducirla a un simple "error de fechas", toda vez que "Aranguren no accedió a la Universidad hasta 1955" (es decir, 16 años después de concluida la guerra), y añado yo, por mi cuenta, a nadie que conozca su trayectoria desde entonces se le ocurriría acusarle de haber sido un "delator". En vista de lo cual, Marías retrotrae las actividades de "espionaje" e "información" de Aranguren a la ciudad de San Sebastián en plena guerra, y se muestra "sorprendido" de que yo las ignore "porque las declaraciones de Aranguren admitiéndolas tuvieron lugar en El Escorial, dentro de un curso de la Complutense dirigido por... el profesor Javier Muguerza".

Vayamos por partes. En el curso de verano de la Universidad Complutense que dirigí en 1993 bajo el título Herencia y recuperación del exilio filosófico español de 1939, Aranguren dijo en público aproximadamente algo del siguiente tenor (no conservo grabación de sus palabras, pero tengo hoy por hoy buena memoria y confío en que muchas de las personas que asistieron al curso las recuerden a su vez): "Cuando fui trasladado desde el frente de Aragón a San Sebastián, se me destinó, como soldado que era, a una oficina militar de la retaguardia en la que se expedían salvoconductos de entrada en la llamada zona nacional a quienes solicitaban volver a España desde el extranjero. Entre los expedientes que pasaron entonces por mis manos, se encontraba la solicitud de mi antiguo profesor Xavier Zubiri. Aunque mi protagonismo fue mínimo, pues no pasaba de ser un soldado raso, tuve ocasión de hacer saber a mis superiores que se trataba de un filósofo eminente, y me hago la ilusión de haber ayudado de este modo a facilitar en alguna medida su retorno". Ni más ni menos.

No salgo de mi asombro al comprobar cómo semejante declaración ha podido dar lugar a todo este revuelo. Desde luego, su contenido no coincide sino muy vagamente con el de las entrevistas aparecidas en la prensa de ese año, o de años posteriores, que Marías aduce en su última carta. Aranguren, desgraciadamente, tenía por costumbre no rectificar otras inexactitudes que las incluidas en textos que llevasen su firma, y ni siquiera sabemos si llegaría a leer las entrevistas de marras. Pero si Marías disponía del dossier que airea ahora, y la cuestión le apasionaba tanto como parece dar a entender, se me ocurre que podría haberse dirigido pública o privadamente al propio Aranguren, mientras vivía, con el fin de constatar la veracidad del mismo. Por lo que a mí respecta, no creo que ningún periodista haya tergiversado intencionadamente las declaraciones de Aranguren, pero no sería extraño que éstas hubieran dado lugar a malentendidos. Y pese a que nadie se atrevía a decírselo por temor a herirle, los cercanos al Aranguren de esa década, familiares o amigos, nos sentíamos a menudo sobresaltados por su locuacidad y veíamos con tristeza cómo en él se alternaban momentos de extraordinaria lucidez con otros en los que literalmente se le iba la cabeza, lo que le llevaba a confundir fechas y acontecimientos. No sé si sería mucho pedir que Marías reservase al menos parte de la indulgencia que prodiga a los errores en que él incurre para aplicarla a los de un anciano de más de 80 años que no estaba ya en la plenitud de sus facultades.

Por lo demás, Aranguren no participaba por casualidad en mi curso de verano de 1993, sino que estaba allí con más merecimiento que ningún otro de los intervinientes, puesto que había sido el primero en proclamar, en un sonado artículo de fecha tan temprana como 1953, la necesidad de una reconciliación con nuestros intelectuales del exilio, que por aquel entonces representaban la Anti-España para el régimen franquista. Ese Aranguren era el mismo que en 1945, en su libro sobre D"Ors que Marías cita, hablaba del "triunfal Alzamiento" de julio del 36 o del "jolgorio plebeyo" que acompañó el advenimiento de la República. Pero había empezado a comprender que la dictadura del general Franco basaba su supervivencia en la perpetuación de la división entre los españoles, y eso es lo que le llevaría, andando el tiempo, a oponerse y luchar contra la dictadura. Para muchos antifranquistas, entre los que me cuento, esa oposición y esa lucha comportaban invariablemente la reivindicación de una reconciliación nacional (una reivindicación en la que coincidieron, entre otras, voces tan diferentes como las de don Juan de Borbón, el Partido Comunista en la clandestinidad o ciertos sectores de la Iglesia, y a las que se sumaron las de no pocas personas que, procedentes del propio régimen, acabarían contribuyendo a hacer posible nuestra todavía insuficiente transición a una España democrática). ¿De veras piensa Marías que se puede pasar por alto la contribución de Aranguren a dicha empresa? Antes de "expurgar" aquellas expresiones en la reedición del citado libro sobre D"Ors en 1981, Aranguren las había ya "purgado" sobradamente con la pérdida de su cátedra y su expulsión de la Universidad, consumando su reconciliación con el exilio al convertirse él mismo en un exiliado más. Lamento que haya quienes, ellos sabrán con qué derecho, se consideran autorizados a prolongar su purgatorio y, de pasada, la división entre los españoles que el franquismo procuró perpetuar con tanto ahínco.

Pero no quisiera concluir sin invitar de buena fe a Javier Marías a recapacitar sobre la falta de sentido de discusiones como ésta. Como alguna vez se ha dicho, en una guerra civil no hay nunca vencedores, ni siquiera vencedores morales, puesto que en ella todos pierden, perdemos, de un modo u otro. Reconocer tal cosa no es incurrir en ninguna falacia igualadora, y lo que sería de desear que nos igualase es precisamente la voluntad de enterrar esa fatídica discordia que hasta hoy mismo, como vemos, continúa dividiéndonos.- ,

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