Picasso y Julio González se reencuentran en Toulouse
, Picasso y Julio González se conocieron en la Escuela de Bellas Artes de Barcelona, en 1893, pero no intentaron colaborar, trabajar juntos en un mismo proyecto, hasta 1928, cuando el pintor quiso hacer una escultura para la tumba de su amigo el poeta Guillaume Apollinaire, que había sido enterrado en el cementerio del Père-Lachaise, de París. Entonces Picasso reclamó la ayuda de González, que dominaba como nadie la fundición y el manejo del hierro. Quería aprender, y González iba a servirle de maestro. Pero la relación no fue tan simple, de mero aprendizaje de una técnica. En Toulouse, hasta el 20 de septiembre, se expone, en el conjunto conventual de los jacobinos, el fruto de ese encuentro entre los dos artistas, 44 obras de González -dibujos y esculturas a partes iguales- y 19 de Picasso. La exposición cuenta cómo se alternan en el papel de profesor y alumno, cómo Picasso enseña a su colega a trabajar el metal de otra manera mientras éste le muestra que la pintura también puede hacerse a martillazos.
La procedencia de todo el material de González es la misma, el Centro Pompidou, mientras que la obra picassiana viene del Museo Picasso de París, del Reina Sofía y del propio Centro Pompidou. La exposición sirve, además, para inaugurar las nuevas instalaciones culturales de la ciudad, que ha restaurado viejos edificios -un convento y varios mataderos- y se ha dotado de espléndidos espacios para exposiciones y música.
Recursos comunes
Los dos españoles instalados en la capital francesa intercambiaron ideas y experiencias, hasta el punto de poner en pie una serie de recursos expresivos comunes, de estilemas compartidos, como esas planchas de metal ondulado que sirven para representar las cabelleras que flotan al viento, o las estructuras filiformes que remiten a la cabeza, o los distintos planos que se empotran según la sintaxis del cubismo sintético y que sirven para magnificar un beso o un abrazo. De pronto, Picasso se transforma un poco en González, y González tiene algo de Picasso. "Trabaja el metal como si fuese mantequilla", decía un Julio González admirado ante la potencia y la inventiva de su colega, y añadía: "Después de haber hecho mil croquis, se pone a dibujar el espacio a martillazos, olvidándose de todos los bocetos".
Esa libertad con los materiales, ese atrevimiento a la hora de manejarlos rompiendo con todos los prejuicios anteriores, aparece plasmada en los dos bronces que se exponen ahora en Toulouse, pero también en la trayectoria posterior de Julio González, en sus sublimes hombres y mujeres cactus, o en las impactantes e inolvidables cabezas de Montserrat aullando.
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