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Tribuna:CRÓNICAS
Tribuna
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Los editores

Juan Cruz

En una reunión reciente de escritores jóvenes, uno de ellos describió así a los editores: son gente que se junta para hablar de dinero. Dichas así las cosas, quienes las oyen no tienen más remedio que pensar: cuánta razón tiene. La verdad es que cuando se juntan los editores no hablan de dinero, o al menos no hablan tan groseramente del dinero. ¿Por qué? ¿Les asalta el pudor, ocultan su poder económico para no humillar al contrario? ¿Lo hacen para no excitar las pituitarias de las agentes? ¿Por ocultar sus ganancias? Alguien que haya pasado cierto tiempo en la profesión de editar sabe que la respuesta es más simple: si los periódicos se ocuparan de las consecuencias económicas del esfuerzo de editar en la sección de Economía, ésta no dedicaría a semejante renglón de los negocios ni una cuña. Los lectores tienen derecho a conocer unos datos: en España, un libro de éxito relativo es uno que ha logrado ventas de 12.000 ejemplares; la tirada más gloriosa de un libro en Argentina es de 5.000 ejemplares; las cifras por el mismo concepto siguen así: en México, éxito se considera vender 3.000 ejemplares; en Colombia se dan con un canto en los dientes cuando venden 2.000, etcétera. En España, un libro que venda más de 10.000 ejemplares deja feliz a cualquier editor... El editor habla de dinero, claro, pero en la intimidad y con un miedo enorme, porque se pasa la vida contando: lo que ha pagado, lo que cobra, la promoción, los restos del almacén... Ésta es la situación: el editor, sediento de éxito, o por lo menos de ciertas satisfacciones que le saquen de su sentimiento de culpa, observa que cierto libro se está moviendo (así se dice en el sector) y entonces encarga que se reedite; con ese libro, el editor regresa a la librería; ésta está saturada, pero lo admite; luego, como no ha garantizado su venta, regresa al almacén del editor. No siempre es así, pero eso se cuenta menos que lo que dijo aquel escritor en la reunión de los jóvenes.

En realidad, este artículo no iba a ser sobre los editores, sino sobre un editor, Joaquín Díez Canedo, que acaba de morir en México. Un día, Díez Canedo, que ha llegado a ser un mito dentro de esta profesión, fue a su almacén, que se conocía de memoria. "¡Falta una caja de libros!", exclamó ante el encargado de aquella fila interminable de volúmenes no vendidos. El almacenero, asustado por la ira de don Joaquín, dio esta explicación plausible: "Es que se vendió". Y el editor, fuera de sí, de cabreo o de asombro o de estupefacción, gritó de nuevo:

-¡No puede ser! ¡Seguro que alguien se la robó!

Los editores suelen ser silenciosos acerca de sus éxitos y de sus fracasos; saben que sus éxitos son los de los autores y que los fracasos son suyos; en la canción del negro al que matan tanto si trabaja como no, el editor es el negro. Pero, a pesar de su silencio obligado y obligatorio -es la sombra, no el sol-, algunos dejan no sólo una excelente nómina de descubrimientos acertados, como el propio Díez Canedo, sino una retahíla gloriosa de anécdotas que se convierten en leyenda. Se dice de Díez Canedo, cuya editorial se llama Joaquín Mortiz, que recibía las cartas de su madre en un apartado de Correos mexicano a nombre de alguien que se llamaba M. Ortiz; un error de la dirección dejó en Mortiz ese nombre y ya se hizo Mortiz también la empresa de Canedo. Y de Canedo es esa famosa anécdota que contó un día en la Casa de América de Madrid José Manuel Lara hijo: un escritor mexicano le reprochaba a Canedo que no le publicara en España, mientras que sí lo hacía en Suecia, Italia o Alemania. ¿Por qué?, inquirió el creador herido: "Porque en España no tengo quien te traduzca", respondió el editor, que se sabía de memoria las cajas de su almacén.

Así pues, ¿de qué hablan los editores cuando se juntan?

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