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Tribuna
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Nueva asignatura para Belgrado

La visita a Pristina del secretario general de la OTAN, Javier Solana, se convirtió el pasado jueves en un masivo acto de homenaje de la población kosovar a este hombre que tanta responsabilidad ha tenido que soportar durante los últimos meses y, visto desde España, en un acto de desagravio por las muchas mezquindades, cicaterías políticas e insolidaridades personales que ha sufrido en su propio país, Gobierno y compañeros de partido incluidos. Su presencia en las calles de la capital de Kosovo y su reunión con dirigentes de todas las fuerzas políticas y sociales, desde los líderes del Ejército de Liberación de Kosovo (ELK) hasta los obispos ortodoxos serbios, son una prueba del éxito del despliegue de la OTAN. Las represalias que se están produciendo, con algunos asesinatos y la quema de casas serbias, son una expresión mínima de violencia tras la orgía de sangre y fuego practicada por las fuerzas serbias. Ahora es imprescindible avanzar rápidamente en el establecimiento de una administración civil. En Serbia, sin embargo, la asignatura pendiente es otra, y no podrá ser impuesta, aunque sí facilitada desde fuera. El derrocamiento de Slobodan Milosevic sólo es parte de la misma. Tiene razón Vetton Surroi, muy probablemente el líder más prometedor del nuevo Kosovo, cuando, en una entrevista en este periódico, dice que, aunque no puede haber castigo colectivo, "sí hay una responsabilidad colectiva" y que "el fascismo sólo existe si tiene una base social". "Los serbios tienen que mirarse al espejo" y enfrentarse a la llamada "cuestión serbia". Porque es un hecho que estos diez años de nacionalismo institucional, adoración del mito pseudohistórico y el odio a todo lo no serbio han tenido efectos perversos sobre amplias capas de la sociedad serbia. El victimismo propio del nacionalismo ha llevado a la sociedad serbia a ser prácticamente inmune a cualquier sentimiento de culpa o de compasión hacia las víctimas asesinadas en su nombre.

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Así, la mayoría de los serbios perfectamente decentes e incapaces de infligir mal a nadie han permanecido indiferentes a las tragedias que Milosevic ha desencadenado contra los pueblos vecinos. El único dolor que parece haber existido para ellos es el que, como resultado de las aventuras criminales de su régimen, ha acabado alcanzándolos. Salvo algunos minúsculos grupos como las Mujeres de Negro contra la Guerra, nadie, ni en la oposición ni en la Iglesia, ha levantado durante todos estos años su voz para condenar los crímenes de sus tropas y bandas armadas contra los pueblos vecinos.

Por eso los cambios en Serbia han de ir mucho más allá de la caída de la camarilla mafiosa que Milosevic ha elevado a la cúpula del Estado. Al igual que en el proceso de desnazificación de la población alemana tras 1945, los serbios, y especialmente las nuevas generaciones, habrán de verse forzados a enfrentarse a los hechos cometidos en nombre de su pueblo. Será un proceso largo al que se resistirán los muchísimos individuos implicados en los crímenes y los muchos más que comprendieron y toleraron o se beneficiaron de los mismos. Habrá que sustituir los libros que describen un mundo absurdo de la hegemonía de la sangre por otros que expliquen la historia, incluidos estos trágicos capítulos aún por concluir. Habrán de surgir nuevos líderes que crean y defiendan la sociedad abierta y sustituyan a los actuales, en el Gobierno y en la oposición, surgidos de la tradición oscurantista, nacionalista y oportunista de los aparatos comunistas balcánicos.

Será difícil, pero no es imposible. Países vecinos con más dificultades iniciales y menos sociedad formada e ilustrada como Rumania o Bulgaria, o la propia Macedonia, lo han logrado. Para ello será imprescindible que Serbia vuelva a ser un país en el que merece la pena vivir para los centenares de miles de jóvenes académicos y estudiantes, de todos esos serbios educados y capaces que han huido en los últimos diez años del reino de la selección negativa impuesto por Milosevic. Lo primero es saber a Milosevic y a su banda ante el Tribunal Internacional o en una cárcel serbia. Después comienza la larga marcha hacia una Serbia libre, integrada, hacia una sociedad que se vea a sí misma como una más, en plena igualdad y reconciliada con su historia y sus vecinos.

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