Mumia
Mumia Abu-Jamal es un norteamericano negro de 46 años que está condenado a muerte, y bordeando la siempre inminente ejecución, desde 1981. Además, Mumia es escritor y periodista, y esto ha hecho que sea más conocido que los otros 3.200 presos que, como él, están esperando la hora del verdugo en las cárceles de Estados Unidos. Desde que se reinstauró la pena capital en 1977, los norteamericanos han despachado al otro mundo a cuatro centenares de personas. Por muy grave que haya sido el delito cometido, este tipo de asesinato legal es, además de inútil, repulsivo, y resulta verdaderamente inconcebible que Estados Unidos siga perpetrando una atrocidad que repudian todos los países democráticos. Pero el horror aumenta al comprobar que los jueces se equivocan con demasiada frecuencia, y que más de una vez han achicharrado en la silla de fuego a un inocente. A Mumia lo encontraron culpable del asesinato de un policía, pero su juicio fue tan asombrosamente irregular que parece una mala película de Hollywood. Desde los 16 a los 19 años, Abu-Jamal perteneció al grupo radical Panteras Negras, y después, como periodista, fue muy crítico contra la policía de Filadelfia (que, dicho entre paréntesis, debe de ser de órdago). Parecería, en fin, que Mumia fue condenado por su faceta política, porque respecto al crimen las evidencias son muy confusas. Sabo, el magistrado que le sentenció, es conocido como el juez de la horca: ha mandado a más de treinta presos al corredor de la muerte, todos ellos negros menos dos, y eso que la población de color en Pensilvania, el Estado del juez, es sólo el 9% del total. Escritores como Salman Rushdie y Paul Auster, políticos como Mandela o Chirac han pedido que se le haga un nuevo juicio a Mumia. Si lo ejecutan, a la indignidad de la pena de muerte añadirán la infamia de asesinar a un posible inocente. Deberíamos ser capaces de impedirlo.
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