Narices electrónicas
Un nuevo sistema que imita el olfato animal permite detectar a tiempo contaminaciones alimentarias
Es fácil distinguir por el olor que un alimento se encuentra en mal estado, pero no tanto reconocer los primeros síntomas o la presencia de contaminantes químicos o microorganismos patógenos. Pero para las llamadas narices electrónicas basta que una sustancia se encuentre en un producto en una proporción de unas pocas partes por millón para ser capaces de detectarla y hacer saltar la alarma. Las intoxicaciones alimentarias, como las que han azotado en estos últimos días, se producen con regularidad y acaban cada año con la vida de decenas de personas. La generalización del uso de estos sistemas, especializados en la detección individualizada de gases y sustancias volátiles tanto en empresas de alimentación como de restauración, permitiría reducir el riesgo al mínimo.
Las narices electrónicas imitan el funcionamiento del olfato animal. Se trata de máquinas dotadas con sensores que reaccionan ante la presencia de moléculas químicas de todo tipo y emiten una señal que es procesada por un ordenador que determina las sustancias presentes y la proporción en que se encuentran. Estos sensores pueden ser óxidos metálicos, polímeros conductores o placas de silicio, e incluso se trabaja en la posibilidad de emplear sustancias orgánicas, lo que permitiría disponer de sensores de muy alta especificidad.
Pese a que estas máquinas no tienen más allá de 40 o 50 de estos sensores, frente a los más de 100 millones de receptores olfativos que poseemos los humanos, su capacidad de detección y reconocimiento es mucho mayor, más rápida y más fiable. Una de ellas, la FOX 2000, desarrollada por una empresa francesa, es capaz de diferenciar entre cafés de distinto país de procedencia, distinguir el sexo de un cerdo o localizar mohos en el interior de un alimento.
En España, Javier Gutiérrez Monreal, investigador del Instituto de Física Aplicada de Madrid (CSIC), ha trabajado en el desarrollo de estos sistemas en aplicaciones tan variadas como la detección de contaminación en el subsuelo, la identificación de sustancias organocloradas emitidas por una incineradora o la tipificación de las características del vino de Madrid. "Analizamos distintas variedades de vino y en distintas fases, desde del mosto a la fermentación y la vinificación. Hicimos la huella dactilar de cada uno por zonas de cultivo, por variedades de uva, etcétera. Y hemos elaborado un fichero con todos esos datos", explica.
Detección instantánea
Entre otras cosas, una nariz electrónica conectada a un ordenador que disponga de esa información permitiría detectar cualquier desviación que se produjera en la producción de un vino madrileño fichado. De igual manera, cualquier alimento es susceptible de ser analizado hasta determinar los niveles normales de cualquiera de las sustancias volátiles que emite, y una vez realizada la ficha se puede comprobar, mediante una nariz electrónica, cualquier anomalía que se produzca durante los procesos industriales a que sea sometido. El control puede ser continuo, y la detección es tan rápida que permite detener inmediatamente el proceso y corregir el problema. Instalado en la entrada de abastecimientos de la industria transformadora, un sistema semejante habría detectado la presencia de sustancias anómalas en el pienso proporcionado a los ya famosos pollos belgas y haber evitado así que el ganado se contaminara. "Quizá no existen ahora mismo sensores específicos para muchos de estos compuestos, pero si hubiera una demanda se desarrollarían rápidamente", dice Gutiérrez Monreal. "Quizá haría falta una legislación que fuera imponiendo su uso, pero me extraña que empresas como Coca-Cola no lo tengan ya".
La razón de la escasa implantación de estos sistemas probablemente es producto del desconocimiento, y no debería tener razones económicas, y menos para la gran industria, que puede perder mucho más si se produce un caso de intoxicación, además del deterioro de su imagen. Los mejores aparatos existentes cuestan hasta 16 millones de pesetas, pero en la banda baja empiezan a aparecer algunos que apenas llegan a las 800.000.
Aparte del precio del aparato, el problema está en la puesta a punto del sistema en función de la aplicación a que vaya destinado. Es necesario enseñarle a reconocer cada sustancia y mantener un entrenamiento intensivo hasta afinar su capacidad de detección. Para ello, el sistema va equipado con un programa de inteligencia artificial que va aprendiendo de acuerdo con la experiencia hasta convertirse en un maestro de la cata por el olor, capaz de superar a las mejores narices naturales. Y es que tienen la ventaja de que nunca se saturan. Quizá por eso, Gutiérrez Monreal prepara una nueva aplicación para sus sensores. En colaboración con la Universidad de Extremadura, espera la aprobación de un proyecto europeo para estudiar el proceso de curado del jamón ibérico.
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