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Tribuna
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Un desconsuelo

Elvira Lindo

Un profesor japonés llamado Norio, catedrático de Literatura Española en la Universidad de Tokio, contaba que no deja de sorprenderle que, cada vez que se habla de las ciudades más ruidosas, se le otorgue a Madrid un segundo puesto, dejando el primero para la suya. El profesor Norio, al que sus compañeros y amigos de la Real Academia Española llaman afectuosamente Ho-Norio, duda que Madrid vaya a la zaga de Tokio en cuestión de ruidos, y en las palabras del profesor no hay ningún trasfondo extraño de pasión nacional, porque Ho-Norio es bastante más amante de Madrid que muchos madrileños. Escribo este artículo en el momento en el que todos los políticos hablan de su evidente triunfo en las últimas elecciones. A pesar del triunfo general, sé ya que en mi ciudad seguirán mandando los mismos, aunque no creo que sean los únicos responsables de nuestro destino en el tiempo. Tengo delante de mí la carta de un lector que se queja de algo que a mí también me ha dolido profundamente en estos últimos tiempos de campaña electoral: la izquierda apoya, tapándose los oídos (nunca mejor dicho), la libertad de horarios para los bares. Los propietarios de los bares se presentan a sí mismos como generadores de la cultura popular, del ocio, mediterránea, del mestizaje...; nunca, por supuesto, como empresarios que quieren hacer sus buenas cajas igual que las hacen los tenderos de ultramarinos, o los de papelerías; no, ellos tienen, al parecer, una misión cultural.

Y para completar el cuadro está el resto de ciudadanos, entre los cuales no tengo ningún problema en incluirme, que, si bien se nos da una higa a qué hora se acuesta la bendita juventud, tenemos la pretensión de dormir por la noche, y de intentar que el latido penetrante del bar más cercano no nos destroce los nervios. Los ciudadanos que protestamos por el ruido tenemos que demostrar muchas cosas antes de expresar nuestra queja: primero, que no somos reaccionarios, porque, al parecer, hay quien cree que para ser de izquierdas hay que ser sordo; que también nos gusta divertirnos, que no somos gente huraña y que no tenemos nada en contra de la juventud.

Los lectores de este periódico lo gritan continuamente desde sus cartas: no se puede hacer nada contra un bar que te moleste. Hay que joderse. En el sentido más literal del término. Porque uno pone su denuncia en el Ayuntamiento y no son ni para acusarte que la han recibido. Sé que se han escrito muchas veces columnas en las que se hablaba del ruido en Madrid, pero parece que siempre tienen que llevar por delante un tono de disculpa, o un componente sociológico: ¿qué les pasa a nuestros jóvenes para que no se comuniquen, para que prefieran el ruido bakaladero a la conversación, para que prefieran mamarse hasta caer al suelo a beber con alegría? Por muy bestia que suene, lo digo: me da igual. Que los padres de cada uno de esos jóvenes aguanten su vela, que se responsabilicen de sus niños, si es que los quieren tanto, o que los malcríen para siempre. No tengo por qué internarme en paranoias sociológicas, lo único que pido, como tantos ciudadanos, es que el centro de Madrid sea habitable.

Me emocionó el artículo del arquitecto Fernández-Galiano el sábado en este periódico: él hablaba de cómo los ayuntamientos se olvidan de los ciudadanos que quieren vivir la ciudad a pie. Pues sí, yo tengo todas las características para ser despreciable: voy a pie por el centro de Madrid, me gusta dormir también en el centro, y me gustaría sentarme en un banco que no estuviera podrido de basura un domingo por la mañana. Desearía que los políticos en campaña no apoyaran siempre lo más fácil. Leí cómo Cristina Narbona, que tanto sabe de medio ambiente, llegaba a un acuerdo con los bares sin hablar nunca del cumplimiento de sus obligaciones.

A mí no me importa sentirme incomprendida por la derecha, lo encuentro hasta natural, pero este abandono de la izquierda hacia lo más sensato, la urbanidad en las ciudades, y ese coqueteo con los tópicos, me desconsuela.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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