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Dos en la victoria

La lucha por el poder de Ruiz-Gallardón y Álvarez del Manzano se entrecruza en una historia de luces y sombras

Jan Martínez Ahrens

Hubo un tiempo, de esto hace 16 años, en que los dos vencedores de la pasada noche electoral, Alberto Ruiz-Gallardón y José María Álvarez del Manzano, compartían despacho en el Ayuntamiento de Madrid. Corría 1983 y ambos, desde la trinchera de la oposición de derechas, luchaban contra un enemigo común: Enrique Tierno Galván, el alcalde socialista. Álvarez del Manzano, a la sazón de 46 años, llevaba la voz cantante en la pareja: era el político experimentado que, desde las catacumbas de la democracia cristiana, había sido casi todo: delegado de Hacienda en el Ayuntamiento (1976), secretario general técnico del Ministerio de Hacienda, subsecretario del Ministerio de Agricultura (1977), concejal (1979), portavoz municipal de UCD (1980) y finalmente cabeza visible del Grupo Demócrata Popular (AP-PDP-UL) y jefe de la oposición.

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Su joven compañero, en cambio, era todavía un misterio, o más bien una promesa avalada por sus inmejorables referencias en el partido. Hijo de un alto dignatario de AP, su militancia databa de 1977, cuando apenas contaba 18 años y su mentor, el ex ministro franquista Manuel Fraga, todavía cabalgaba por los márgenes de la democracia. Desde aquellos años primeros y oscuros, Ruiz-Gallardón había despachado con solvencia su carrera profesional y obtenido el segundo puesto en las oposiciones a fiscal.

Con esas bazas, ansioso, flaco y con el rostro borrado por unas enormes gafas, Ruiz-Gallardón saltó al cuadrilátero municipal ya con ganas de combatir en otra plaza. Y no tardaría en lograrlo; en septiembre de 1986, tras fracasar en su intento de ser senador por Palencia, vio su oportunidad. Fraga fulminó a Jorge Vestrynge y otorgó la secretaría general de AP a aquel muchacho amante de los saltos en paracaídas. Tenía 27 años y nunca olvidó el gesto de Fraga, hasta el punto de que nueve años después, al ganar la Comunidad, le dedicaría la victoria. Pero por aquel entonces le bastó con decir: "Fraga llevó a la democracia a quienes estaban en posiciones totalitarias, como Verstrynge". Dos pájaros de un tiro. Y no había hecho más que empezar. Le llamaban Gallardín, y él se decía "encantado" porque demostraba que era joven; le criticaban porque su suegro, el ex ministro de la dictadura José Utrera Molina, aún defendía el franquismo y él calificaba de admirable esa "honestidad"; le tachaban de conservador y él remataba: "Siempre he sido progresista".

El animal político había alcanzado su mayoría de edad. Pero aún carecía de dominio territorial. El Ayuntamiento era feudo de Álvarez del Manzano y el Gobierno de la nación aún distaba mucho. Sólo quedaba una vía. La Comunidad. Un incipiente poder controlado por el PSOE. Ruiz-Gallardón no tardó ni tres meses en erigirse en candidato autonómico. Aunque no pudo librarse de las turbulencias de la época: Fraga, herido al golpearse con su techo electoral, tramaba su venganza desde su escaño de eurodiputado en Bruselas, mientras el emergente Antonio Hernández Mancha tomaba el timón del partido. Ruiz-Gallardón resolvió con celeridad sus dudas y ocupó una vicepresidencia de AP. Álvarez del Manzano, entretanto, ya había abandonado el PDP para ingresar a cuerpo entero en AP y ser cabeza de lista municipal. Muerto Tierno y descabezado Vestrynge, Álvarez del Manzano ofrecía unos rasgos atractivos para un buen puñado de electores. Hombre de talante bonachón, su biografía estaba salpicada de sorpresas. En su juventud había compaginado trabajos de actor aficionado y lances de torero en la Casa de Campo, con tareas de cristiano de base en el Pozo del Tío Raimundo. Unas trazas a las que sumaba su frenesí por la zarzuela -llega al éxtasis con La alegría de la huerta- y su falta absoluta de instinto asesino -el día en que pidió la dimisión de Tierno, le avisó antes-.

El 10 de junio de 1987 llegó la hora de la verdad. Por primera vez, Ruiz-Gallardón y Álvarez del Manzano se enfrentaron a las elecciones municipales y autonómicas como cabezas de lista. En el Ayuntamiento, aunque Álvarez del Manzano había perdido concejales, contaba con la ventaja de que el PSOE decía adiós a la mayoría absoluta y AP podía jugar al pacto con el CDS. En las autonómicas, Ruiz-Gallardón cayó frente al socialista Joaquín Leguina. Pero su rival también perdió. Una mayoría absoluta que jamás recuperaría.

Una luz, la del CDS, se encendió. En una rocambolesca jugada, el errático presidente de AP les informó de que había pactado mociones de censura con el CDS y que pronto tocarían poder. El jefe de filas centrista, Adolfo Suárez, lo desmintió. AP quedó en evidencia. Pero mientras Álvarez del Manzano lo analizó con distancia -"la alcaldía hubiese recaído en Rodríguez Sahagún"-, Ruiz-Gallardón lo transformó en un comodín para su siguiente jugada. Dimitir de la vicepresidencia de AP. Esto es, escapar de la explosión en cadena que se avecinaba en el partido. Prepararse para la vuelta de Fraga. Salvar el pellejo. Lo consiguió. Se retiró en octubre de 1988 y en menos de un año, concluida la refundación fraguista, convertido AP en PP, ya pertenecía otra vez al Comité Ejecutivo Nacional.

Era hora de volver a la carga. El arma: un pacto, esta vez estable, entre el PP y el CDS para desbancar a los socialistas. En junio de 1989, Ruiz-Gallardón creyó tocar la gloria en la Asamblea. Pero falló. Por un voto. El de Nicolás Piñeiro. Leguina le ganó la partida. Pero Ruiz-Gallardón salió reforzado. A los ojos de muchos, su imagen se alejó por primera vez de los devaneos del aparato de partido y le situó en plena calle. Como un candidato capaz de batirse bajo fuego real.

Álvarez del Manzano, en cambio, tuvo más suerte. El pacto con los centristas le abrió las puertas de la capital. Pero supeditado a un alcalde del CDS, Rodríguez Sahagún. Dos años fue Álvarez del Manzano teniente de alcalde. Pese a que su labor se caracterizó por la discreción, en su interior se fraguó una de esas erupciones que cada cierto tiempo le asaltan y pulverizan su fama de hombre tranquilo. El motivo era tan simple como un canto rodado: estaba harto de ser un segundón. Llevaba 12 años siéndolo. Y no lo podía resistir. Así que lo anunció a los cuatro vientos. O era alcalde, o se retiraba. No hizo falta. El 26 de mayo de 1991 ganó por mayoría absoluta. Desde entonces no ha dejado de ejercer de alcalde y recortar déficit. Un mando que ha polarizado a la ciudad, al tiempo que se materializaban sus sueños. Para muchos, una pesadilla con formas tan estrambóticas como la pantalla antisuicidio del Viaducto, los chirimbolos o simplemente la solución Manzano a los atascos: los túneles, incluido el delirio de la red de autopistas subterráneas. Nada de ello ha impedido, sin embargo, que el alcalde prosiga en su empeño. Ni siquiera los escándalos que en los últimos meses le han helado su permanente sonrisa. Esto es, la salida a la luz de los oscuros negocios de su más fiel escudero, el concejal de Obras, Enrique Villoria, o la participación desde 1987 del propio alcalde en una inmobiliaria. Nada le ha quitado el ánimo. Ni los votos. A 61 años años, sigue firme en el poder. Y, de momento, repetirá.

La púrpura tardó más en el caso de Ruiz-Gallardón. En las elecciones autonómicas de mayo de 1991, viendo el mundo con unas gafas más discretas, había obtenido la mayoría simple. Parte de su éxito radicó en que había fagocitado el voto del CDS. Un sabor, el centrista, que nunca le amargaría. Pero el PSOE de Leguina, aunque con menos votos, retuvo la presidencia gracias a IU. Arrancó entonces la gran etapa parlamentaria de Ruiz-Gallardón. Mientras la descomposición socialista entraba en fase aguda, él, a diferencia de los otros barones populares, evitaba el baño de sangre y limaba su discurso centrista ante su futuro electorado. Al mismo tiempo, mantenía (siempre lo ha hecho) una cierta presencia en la arena nacional como portavoz popular en el Senado (donde jugó el papel de autonomista). Su figura se agrandaba. No insultaba, no gritaba. Por el contrario, melómano perdido, buscaba las armonías; era capaz de alabar a Leguina, de defender los derechos de las prostitutas, de anunciar grandes obras públicas. Se adentró, a fin de cuentas, en los vetados caladeros del centro-izquierda. Todo por el poder.

El 28 de mayo de 1995 lo obtuvo. Ganó con un 50% de los votos y barrió a Leguina (21 puntos por debajo). A sus 36 años y con cuatro hijos, el chico que enfocaba el universo con unas gafas demasiado grandes, el yerno del ministro franquista, el ahijado de Fraga, el fiscal culto y brillante, el político precoz, el senador mesurado, el candidato de la ideología variable y eficacia romana, era ya presidente. Respiró hondo y se lanzó a la gestión. Tras unos resbalones de antología (como presentar a bombo y platillo un cuadro de Maella como un Goya), enderezó el rumbo de su mandato.

Mecido por la bonanza económica, su gobierno, incumplió las promesas incómodas (como la privatización masiva de empresas públicas) y evitó en todo momento generar sobresaltos. Siempre atento a los golpes de efecto, se ha fotografiado con los sindicatos en el pacto educativo, ha pateado a la oposición construyendo 54 kilómetros de metro y 37 nuevas estaciones y se ha apropiado de la antorcha social anunciando el desmantelamiento de los poblados chabolistas de La Celsa y La Rosilla.

Sus principales tensiones, para perplejidad de la oposición, han procedido de su relación con su compañero de partido, el alcalde de Madrid, al que ha convertido en su antítesis. Un contraluz con el que se ha modelado su propia figura hasta afinar las cuerdas de su composición centrista. Para muchos un canto de sirena. Para otros la gran esperanza del PP. El propio Ruiz-Gallardón ha anunciado que este será su último mandato. Después, posiblemente, optará a la presidencia del Gobierno de la Nación. Una ambición que que en su partido genera continuos resquemores. Ruiz-Gallardón lo sabe. Y prepara su respuesta. Tiene 40 años y unas gafas cada vez más imperceptibles.

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Sobre la firma

Jan Martínez Ahrens
Director de EL PAÍS-América. Fue director adjunto en Madrid y corresponsal jefe en EE UU y México. En 2017, el Club de Prensa Internacional le dio el premio al mejor corresponsal. Participó en Wikileaks, Los papeles de Guantánamo y Chinaleaks. Ldo. en Filosofía, máster en Periodismo y PDD por el IESE, fue alumno de García Márquez en FNPI.

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