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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Primer baño IGNACIO VIDAL-FOLCH

El sábado inauguré la temporada de verano en un hotel de la Costa Brava. Sol y mar. Por la noche dormí como un bebé acunado por el vals de las olas. Pero el domingo la temperatura bajó 10 grados. Renuncié a la playa y a los baños y decidí pasar la mañana en la terraza del hotel, tecleando en mi flamante ordenador portátil, conectado a una toma telefónica en recepción. A las once ya chateaba con mi amiga Ebba Drolshagen. En su país, Alemania, Ebba acaba de publicar un ensayo por lo menos curioso, cuyo título sería traducible como Nada os será ahorrado, fruto de 10 años de investigaciones sobre un aspecto de la II Guerra Mundial hasta ahora apenas estudiado: las relaciones amorosas de los soldados de la Wehrmacht en Noruega, Holanda y Francia. Lo que sabíamos de esas relaciones se resumía en las represalias que, después de la guerra, sufrieron las mujeres francesas, escandinavas y holandesas que se entregaron a los brazos de los alemanes invasores. Cabezas rapadas al cero, cruces gamadas pintadas o tatuadas en la frente, la befa y el desprecio de los vecinos, la risa y la vergüenza: todo condensado en unas pocas fotos desazonantes y en algunos relatos displicentes, avergonzados, de los vencedores. Pero hubo más, claro está. Aquellas relaciones, cuenta Ebba, fueron numerosísimas y dejaron el fruto de entre dos y seis millones de niños... En la terraza se levantó frío, y mientras Ebba tecleaba algunas frases, corrí a por la rebequita de lana que, hombre precavido, siempre llevo conmigo en cualquier desplazamiento. En la habitación, que era una habitación honesta y un poco descuidada, con muebles de madera clara, ablandada por la humedad o el salitre, con mosquitera en la ventana, con espejito de azogue desportillado, encontré la rebequita, fláccida y verde, colgando de una percha clásica en una clásica habitación de hotel playero. La visión de esa prenda de ropa me inquietó sin ningún motivo especial. Quizá la visión del jersey colgado de la percha hace pensar en las rebecas idénticas que cuelgan en las oficinas de todo el mundo, especialmente desde que se impuso el aire acondicionado. Pues en toda oficina hay un administrativo prudente, inclinado a acatarrarse o hipocondriaco, que, por si acaso, deja siempre a mano un jersey, tan feo y gastado que nadie quiere robarlo. Y a menudo cuando el oficinista se jubila, su rebeca sigue colgando de la percha durante años. (De ahí el Tercer Teorema de Vidal: "El hombre pasa, la rebeca permanece"). En las redacciones de los periódicos no siempre hay una rebequita ahorcada de una percha, pero sí una corbata; de colores y diseños anodinos, es la clásica corbata desgraciada que a nadie le gusta, de propiedad colectiva, y que espera por si algún redactor descorbatado tiene que asistir a un imprevisto almuerzo formal. En ese caso se la anuda desmañadamente al cuello mientras sale zumbando al compromiso. ¿Olvidará que no es suya, se quedará con ella? No: al día siguiente la corbata estará otra vez en su percha. La visión de esas rebecas y corbatas turba como los paraguas en las casas de los viajeros (paraguas negros junto a la puerta como pajarracos descansando) o como las hileras de chanclas de plástico al borde de las piscinas públicas. Superado el momento de malestar, volví a mi ordenador para seguir charlando con Ebba. Me dice que en Alemania el difuso sentido de culpa por las atrocidades de la II Guerra Mundial sigue siendo tan profundo que nadie se ha atrevido a investigar aquellos amoríos en países conquistados. "Tras las lecturas públicas de mi libro, algunos me dicen que ocuparse de eso es una frivolidad. Pero yo no lo creo. Yo pienso en millones de jóvenes soldados -tiernos enamorados en la aria Noruega y despiadados asesinos de eslavos en Ucrania: y eran los mismos hombres- de regreso a casa después de la guerra, comiendo cada día con la esposa legítima y el resto de la familia, y pensando en la extranjera amada y humillada, en el hijo que crece creyéndose huérfano, o en la próxima ocasión de visitarlos a escondidas o en la necesidad de olvidarlos". Ella misma hija de un nazi y una noruega complaciente con el enemigo, Ebba ha localizado y entrevistado a muchas de esas mujeres, ancianas que acceden a que las entreviste, bajo nombre supuesto, para las emisoras alemanas de radio o para la nueva edición de su libro. Según Ebba, aquellos amoríos con el enemigo son modernas historias de Capuletos y Montescos, y su castigo habla de la militarización del cuerpo y de los sentimientos de la mujer, habla de la razón de Estado aplastando las razones del amor. No sé, por todas partes se ven signos mal trazados y conjuros sin magia.

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