La risa de los poetas
El otro día, Jorge Semprún se encontró en una mesa repleta de libros con la colección de poesía Palabra sobre palabra, de Ángel González; tomó el volumen en las manos y alguien le dijo: "Abre por la página 257". "¿Te lo sabes?", preguntó el escritor, "¿no será el único que te sabes?". Irónico, curioso pero obediente, el gran escritor de La escritura o la vida abrió por esa página los poemas de Ángel González y empezó a recitar, moviendo el dedo como si estuviera escribiendo él mismo ese poema, parte de una poesía irónica, humorística, civil y balsámica, principal en la reciente literatura española. Hubo risas, buen humor, cuando acabó Semprún de leer esos versos en los que un hombre anónimo termina de comer con otro una docena de nécoras; resulta que ese hombre es Pilatos quien, inquirido por su acompañante sobre qué va a hacer luego, exclama lo que es ya histórico: "Chico, tú haz lo que quieras, yo me lavo las manos".Se pensó siempre, porque se dijo, que la poesía que representan Ángel y otros escritores de su generación y de sus preocupaciones contemporáneas era seca, social y, sin embargo, está llena del humor que simboliza ese poema. Cuando acabó de leer, y después de reír de nuevo la metáfora de Ángel González, Semprún recordó los tiempos en que probablemente el poeta escribía esos versos: él, Ángel, era un funcionario del Ministerio de Obras Públicas, y vivía frente a ese departamento, en la plaza de San Juan de la Cruz, en Madrid, y Semprún era Federico Sánchez, el hombre que iba y venía del exilio europeo a la España del fascismo, cuyo recuerdo personifica ahora la estatua ecuestre de Franco que se alza aún en esa plaza de estos poetas -de San Juan de la Cruz y de Ángel González-. En esa casa que aún tiene Ángel se escondió Semprún la última vez que estuvo en Madrid cumpliendo un encargo clandestino de Santiago Carrillo; luego fue expulsado del partido, con las consecuencias que aparecen en sus hermosas, intensas, lúcidas memorias de europeo perseguido de las posguerras.
Los poetas tienen ahora mejores tiempos, ahora se pueden reír más; el boom -como entrará pronto en la Academia permitirá que todavía se use sobre él la palabra inglesa- que ha protagonizado José Hierro en los últimos tiempos es una buena explicación del abrazo que vuelve a dar la sociedad española a sus poetas; el otro día, en el Círculo de Bellas Artes, en Madrid, donde el autor de Cuaderno de Nueva York explicó uno a uno sus poemas preferidos, se produjo esa síntesis entre sociedad y poesía que gente como él y Ángel González han conseguido simbolizar prosiguiendo una hermosa tradición que tiene su gozne, también, en el protagonista de la plaza adonde iba Jorge Semprún a esconderse del fascismo en medio del fascismo mismo; la poesía es una isla, y él llegaba a una isla. Ahora han propuesto para el Nobel a Hierro; él se ríe; le preocupan más los vinos que cultiva en Los Cohonares de Titulcia. Es como los cuadros de Velázquez: debe pensar, ¿cómo tardaron tanto tiempo en saber que yo estaba aquí?
El último sábado, en medio de la Feria del Libro, donde él firmaba ante jóvenes enfervorizados que memorizan sus versos, se enamoran y se ríen con ellos, otro gran poeta irónico y al mismo tiempo esencial, preocupado por su tiempo, un joven lector se dirigía a un transeúnte y le preguntaba como si estuviera en medio de una encuesta:
-¿Y por qué cree usted que a Mario Benedetti nunca le han dado un premio en España?
El transeúnte respondió:
-Los jurados son así. Pero le darán uno y en seguida empezarán a dárselos todos.
La coincidencia quiso que el lunes siguiente cayera la noticia, y a Mario Benedetti le dio un jurado en el que había dos premios coronados por el Nobel sueco, Cela y Saramago, el galardón principal de la poesía hispana, el Reina Sofía. El autor de Inventario estaba feliz, aunque tuvo que responder a la pregunta consabida, que ya parecía que nadie iba a ser: "¿Cómo le sienta a un republicano recibir un premio que lleva el nombre de la Reina?". Pues cómo le iba a sentar: como un premio que un republicano recibe por su poesía asimismo republicana, civil, llena de amor, de humor, de enamoramiento.
Un día reciente, a Benedetti le practicaron una operación de la que ya está repuesto. Un amigo le llevaba periódicos, compañía; un día le dijo: "Te tienes que afeitar, en las convalecencias uno se afeita, que si no parece que uno está peor". Al día siguiente volvió el amigo, y observó que el poeta estaba perfectamente rasurado; no hizo comentario alguno, hasta que, vuelto de pronto adolescente, observó: "¿No te has dado cuenta de que hoy sí me afeité?". Setenta y ocho años. Ha terminado un libro de cuentos, sigue escribiendo poemas, y sigue siendo como un chiquillo que ha disfrazado siempre detrás del ceño fruncido el corazón de un uruguayo que está buscando un hombro donde poner su ternura. Como un chiquillo al que le aturde que pierda al fútbol su equipo, el Nacional de Montevideo.
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