El abuelo negro y el abuelo blanco ARCADI ESPADA
Al pie de las estatuas se orinan los perros, dice con indiferencia y desdén un refrán que tal vez tenga autor conocido. Para evitarle semejante molestia a la escultura de Antonio López y López (1817-1883) un grupo de probos ciudadanos, donde sobresalen el político Antoni Lucchetti y el historiador Ricard Vinyes, reclama en estos días su traslado. Por supuesto, el orín de los perros no figura entre sus argumentos. Sus argumentos son de otro orden: la estatua de López es una afrenta para los negros. Por supuesto, no lo dicen así. Alertan de que en las cercanías de la plaza de Medinaceli, donde se alza el patricio, se celebra todos los años la Fiesta de la Diversidad, y alertan, digo, contra lo que les parece una incongruencia monstruosa. Vinyes, cuidadoso, dado su oficio, por si le llaman memoricida, sugería en estas mismas páginas (26 de mayo) que la estatua de López fuera trasladada a un museo, y una vez allí se la proveyera de un aparato explicativo que neutralizara su ponzoña. Lucchetti, Vinyes y los que les siguen se adhieren así a una concepción balnearia de la ciudad: un lugar donde sólo cabe la corrección mineral y la pureza hervida. Quizá no quepa insistir en que se trata de su corrección y de su pureza: una leve mirada sobre el zoológico de piedra o el lapidario callejero anuncia cientos de honores impugnables, desde uno u otro punto de vista, hacia los que Lucchetti y Vinyes no dirigirán jamás su sensible mirada. (Los honores de Barcelona, como los de cualquier otro lugar, están llenos de materiales innobles. Precisamente por esto me parece una idea excelente la forma que ha adoptado el último rendido en la ciudad, al inteligente y simpático Santiago Roldán, firmado además por Úr-culo, un hombre que todo lo procesa por el apellido: que la piedra haya adquirido la forma de un homenaje al culo es una forma, catalanísima, de evitarse problemas desde el principio.) Sin necesidad de ir muy lejos, es decir, sin necesidad de salirse de la propia familia del negrero, puede ofrecerse un ejemplo que subraya la dificultad de trazar una línea firme, indudable, que separe los honores legítimos de los que no lo son; la dificultad, también, de optar ante un mismo hombre por el homenaje o por su material innoble. El ejemplo parte de la pregunta tradicional que las niñeras de la familia Güell y López dirigían a los pequeños a la hora del paseo: "¿Adónde queréis ir hoy? ¿A ver al abuelo blanco o al negro?". El abuelo de piedra negra se alzaba frente al puerto y el abuelo de piedra blanca en el cruce de Gran Via y Rambla de Catalunya. Como ahora. Las estatuas eran el símbolo del poder de la familia, materializado en los 20 millones de palmos que poseían desde Sant Pere Màrtir hasta el cementerio de Les Corts, todos ellos aportados por el negro. El abuelo blanco era Joan Güell i Ferrer (1800-1872). Un hijo de Juan, Eusebio, y la hija de Antonio López, Isabel, emparentaron: los apellidos no valían lo mismo: uno tenía raíces y prestigio social y político, y el otro era el de un astuto emigrante con fortuna. Siguen sin valer igual: sólo una de las estatuas se discute hoy en Barcelona. Una de las razones por las que se discute es este párrafo: "¿Quiere saberse el comercio que el insigne D. Antonio López hacía? Traficaba con carne humana, sí lectores míos. Era comerciante negrero. Compraba, en Santiago de Cuba, negros a bajo precio y los enviaba a La Habana y a otros puntos de la isla donde los vendía con más o menos ganancia". El párrafo pertenece a un clásico de la venganza entendida como una de las bellas artes, La verdadera historia de Antonio López, escrita por su cuñado Francisco Bru. El doble fondo del libro era éste: Bru acusaba a López de haberse apropiado de la fortuna de su familia. Así, López tuvo su Antonio
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