Nuevas jornadas en el desierto libio JACINTO ANTÓN
Ha muerto Reg Seekings, el hombre que destruyó un caza Messerschmitt con las manos. Realizó esa singular hazaña bélica durante un ataque de comandos ingleses contra un aeropuerto del Afrika Korps en Tamet, Cirenaica, en 1941. Eran tres hombres -uno de ellos, el jefe, Paddy Mayne, excelente jugador de rugby, por cierto-: emergieron del desierto y se cargaron con explosivos 23 aviones, que ya son aviones. Mientras la noche libia se iluminaba con una atroz verbena de estallidos y trazadoras, Seekings, falto de bombas y ebrio de afán destructor, se encaramó a un último caza y arrancó con las manos desnudas el panel de instrumentos. Huyó con su trofeo al desierto protector y la patrulla regresó a su base en el oasis de Djalo portando el luminoso botín de los instrumentos fosforescentes, que rivalizaban con las estrellas como un puñado de exóticas luciérnagas. Bien, a muchos les traerá al pairo la muerte, el pasado 16 de marzo en algún lugar de Suffolk, del susodicho Seekings, que contaba 79 años y cuya heroica carrera de soldado se había visto oscurecida por unos pongamos turbios años en la policía antiterrorista de Rodesia del Sur. Pero el viejo cabo que sustraía los aviones del cielo con las manos era uno de los últimos supervivientes de un grupo especial de hombres, unos tipos que surcaron el desierto libio durante la II Guerra Mundial guiados por algunos de los grandes exploradores de ese océano de arena, militarizados para la ocasión. Y, sobre todo, Reg Seekings fue uno de los hombres que persiguieron por las tórridas soledades a... el conde Almásy. Yo también he rastreado esa elusiva sombra de ángel caído. Y lo sigo haciendo. Mi pasión por Ladislaus -más propiamente Lászlo- von Almásy, el personaje real que sirvió de base para el protagonista de El paciente inglés, no ha disminuido, aunque en las últimas semanas ha devenido un culto subterráneo. Resulta que padezco una fuerte alergia al polen y cada primavera la ciudad en superficie se convierte para mí en una espantosa trampa de gramíneas. Dado que en casa además aprovechan para colocar flores con una profusión digna de la jungla de Borneo, sólo me queda la huida. Estos días me he refugiado como un murciélago en los aparcamientos, preferiblemente en los niveles más profundos y oscuros de los cubiles de Saba, para leer con tranquilidad Nadadores en el desierto, el hermoso libro que Almásy publicó en 1939 y que ahora aparece en castellano por primera vez (Península). He pasado, pues, jornadas inolvidables siguiendo los luminosos pasos del explorador magiar por el desierto, encerrado en mi coche aparcado, bajo la lucecita interior, minúsculo remedo del poderoso sol libio. Aferrado a mi cantimplora -"en el desierto, quien no está sediento se halla siempre en ventaja"-, me sumergía en la lectura y en la arena del tiempo y de las dunas. Y la constreñida oscuridad del aparcamiento, el pequeño espacio de mi coche y los minúsculos horizontes de mi vida se abrían a la vasta extensión del desierto y la aventura. Ahí estaban los chacales ahogados en los pozos, la temida ruta de las caravanas de Darb El Arbe"in, punteada de esqueletos; las bandas de salteadores guraan, los laberintos del Gilf Kébir, la sed que convierte la lengua en una mordaza de cuero negro, los senussi de Kufra y su fortaleza de At-Taj, el uadi Sora, con la cueva de los nadadores pintados, y el oasis de Zerzura, la legendaria ciudad que obsesionó a Almásy, y de la que da fe el Kitab al Durr al Makmuz, el Libro de las perlas enterradas, viejo manual de cazadores de tesoros. El libro de Almásy consta de 10 capítulos, incluido el diario de la Operación Salam, el viaje que guió en 1942 el explorador húngaro, a la sazón oficial adscrito a la Luftwaffe y enrolado en los, ejem, servicios especiales de comandos alemanes (Lehrregiment Brandenburg), para introducir dos espías nazis en el Egipto británico. El volumen se centra en los años treinta, durante los que Almásy recorrió el desierto libio en expediciones que combinaban avión y automóvil, tratando de arrebatar a ese espacio en blanco sus últimos secretos y embriagado de libertad y de la salvaje belleza de las arenas infinitas. "Hemos recorrido 190 kilómetros desde Salimah y, según el mapa, deberíamos hallarnos en las proximidades del oasis de Kusaybah", escribe el conde. "Pero, de momento, he de admitir que no tengo ni idea de cuál es nuestra posición. Éste es también uno de los encantos de viajar por el desierto". Yo leía y asentía con la cabeza, contagiado de la fiebre de los oasis, del soplo infernal del qibli y de la gran soledad sin límites, mientras trataba de avizorar un gerbo en el aparcamiento. "En la infinitud de esta superficie monótona hay una belleza áspera cuya visión constituye una singular vivencia", proseguía el explorador húngaro describiendo las salidas del sol con su esplendor púrpura y los atardeceres de luz esmeralda disipándose en el horizonte. Volar sobre el desierto: olas y olas anaranjadas que a veces emiten un gemido quejumbroso, el misterioso canto de las dunas; los ojos enrojecidos al tratar de seguir las leves pistas que arañan un paisaje evanescente. Almásy habla de los personajes con los que coincide en el desierto: entre ellos Patrick Clayton, Ralph Bagnold y W. B. Kennedy Shaw; luego, durante la guerra, mortales enemigos del conde como destacados miembros del Long Range Desert Group británico: transportaban en sus vehículos a gente como el finado Seekings y daban caza sin tregua a la unidad alemana que guiaba el húngaro. Los tres, Clayton, Bagnold y Kennedy Shaw, citan a Lászlo en sus propios libros y el último le reprocha ásperamente que se uniera a los "hunos". Pero, ¿era nuestro hombre un nazi? Enjuto, enfundado en sus eternos pantalones cortos y seguramente con el Párjab zsebkódexe (Libro de bolsillo del código del duelista, Budapest, 1922) siempre a mano, incluso en el desierto, Almásy fue más bien un soñador aventurero, un romántico under a cloud. Una biografía que acaba de aparecer en Hungría (Janos Kubassek, 1999), aun reconociendo sus estupendas relaciones con Rommel -"íntimas", dice un sobrino del mariscal, lo cual, cielos, puede significar cualquier cosa-, explica que Almásy salvó, ocultándolos, a varios judíos en Budapest en 1944, entre ellos al hijo del gran Jeno Fuchs, campeón olímpico de sable en 1908 y 1912. Lo estoy investigando en mis círculos esgrimísticos. Sea como fuere, ahí está ya el libro del explorador que se declaró dispuesto a sacrificarse sin queja al desierto. El hombre que escribió: "Lanzarse hacia distancias sin límite es la expresión más completa del sentimiento de libertad". El piloto capaz de hacer volar los aviones y los sueños rotos.
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