_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Significado de un incidente FRANCESC DE CARRERAS

Francesc de Carreras

El incidente de Pere Esteve con diversos cónsules en Barcelona de importantes países de nuestro entorno cultural es uno más de los muchos roces que la Generalitat ha tenido con representantes de Estados extranjeros acreditados en Barcelona. Previsiblemente, además, si los dirigentes de Convergència i Unió (CiU) no cambian de mentalidad, este incidente -del que han expresado quejas públicas dos cónsules tan importantes como son el de Francia y el de Estados Unidos- no será el último. ¿Qué impide a los actuales gobernantes de la Generalitat tener unas relaciones normales con el cuerpo consular? Básicamente existe una razón de fondo: el Gobierno de CiU considera a la Generalitat no como una comunidad autónoma dentro del Estado, sino como un auténtico miniestado; en su terminología, un miniestado propio. Para el nacionalismo catalán histórico, la noción de Estado siempre ha sido algo confusa. Ello les ha llevado a decir esto que está tan de moda: que somos un país sin Estado, lo cual, desde un punto de vista lógico, no es más que un absurdo ya que no vivimos en plena anarquía, sin reglas jurídicas que rijan nuestras relaciones sociales ni sin autoridades que garanticen el cumplimiento de estas reglas. No obstante, desde un punto de vista nacionalista, esta expresión de que "somos un país sin Estado" tiene un significado muy preciso: quiere decir que no queremos el Estado que tenemos, sino que queremos otro. Y, desde esta perspectiva, la Generalitat actual es un paso, un importante pequeño paso, que debe conducir hacia un Estado de ámbito geográfico exclusivamente catalán. Para los que no somos nacionalistas, pero sí catalanistas, la Generalitat actual es un punto de llegada aunque, por supuesto, perfeccionable y cambiante. Por el contrario, para los nacionalistas, la Generalitat actual es un punto de partida. "Avui paciència, demà independència" coreaban hace unos años en las manifestaciones del 11 de septiembre los militantes convergentes. Este eslogan definía perfectamente esta posición, de la que deriva toda una filosofía, precisamente la que encierra la Declaración de Barcelona y su documentación adjunta, que Pere Esteve explicó por lo visto a los cónsules la semana pasada y ellos escucharon con educada atención que Esteve interpretó como aprobación. En efecto, esta Declaración tiene la positiva virtualidad de aclarar los objetivos de Convergència: se rechaza, una vez más, la igualdad competencial con las demás comunidades autónomas en todo aquello que no esté justificado por "hechos diferenciales" concretos, perfectamente reconocidos en la Constitución y los estatutos de autonomía, y se propugna una España organizada confederalmente en cuatro Estados que se corresponden con lo que ellos consideran naciones: Cataluña, Euskadi, Galicia y Castilla, es decir, el resto de España. En este esquema, que responde al clásico nacionalismo identitario decimonónico -hoy desgraciadamente todavía demasiado vigente, sobre todo en los países balcánicos-, Castilla es el auténtico Estado español que, desde hace cinco siglos, oprime los "derechos nacionales" de los otros tres. Por ello se rechaza el Estado como algo no propio, como algo ajeno que -tal como se encargan de repetir nuestros medios de comunicación institucionales- debe diferenciarse de aquello que es Cataluña. La actual Generalitat encaja en este esquema porque no se considera que forma parte del Estado -español, por supuesto-, sino que ejerce el papel de embrión de un futuro Estado catalán: esta es la única legitimidad que reconocen los nacionalistas. Todas las llamadas "relecturas" de la Constitución no hacen otra cosa que ir -un paso más, de nuevo- en esa dirección. Obviamente, ello significa no aceptar la Constitución española ni los estatutos de autonomía, por más legitimidad democrática que tengan, aunque para muchos de los que creemos que las diferencias culturales deben repercutir en la estructura de los Estados, la solución por la que optaron los españoles -incluidos, por supuesto, los catalanes- en la Carta Constitucional de 1978 garantiza la diversidad cultural y los legítimos derechos de todos los ciudadanos. Desde esta perspectiva nacionalista le resulta incómodo al Gobierno de la Generalitat relacionarse con un cuerpo consular que está acreditado ante un Estado, el español, al que, por razones ideológicas, no considera propio. Este es el telón de fondo de todos los conflictos del Gobierno de Pujol con los representantes en Barcelona -aunque, en muchos casos, con un ámbito más amplio que el de Cataluña- de países extranjeros. Como decía una anónima fuente consular, de la que se hacía eco este periódico el pasado lunes día 24, "a veces la Generalitat nos trata como embajadores y a veces como funcionarios de su Administración". En efecto: cuando uno está inseguro de lo que es no sabe cómo debe tratar a los demás. Con este Gobierno, habrá nuevos incidentes.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_