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FERIA DE SAN ISIDRO

Una espantosa vulgaridad

Como los tostones que nos pegan sean intencionados, éstos no pasan del Purgatorio. No sólo a los toreros nos referimos. Los empresarios, los ganaderos y la autoridad competente también. Aunque si uno se fija advertirá que, en el fondo, todos eran lo mismo. Todos eran de casa exceptuado Enrique Ponce, si bien no lo necesitaba porque es el que manda. Ya lo dice el refrán: "Cada uno en su casa y Ponce en la de todos".Ponce exige y dirime, y uno no tendría nada que objetar si no fuera porque es el paradigma de la mediocridad, han de soltarle unos toros amorfos aquejados de invalidez absoluta, y de la conjunción de ambos valores resulta un aburrimiento insufrible.

Se hacía presente Enrique Ponce y lo que sucedía en el ruedo era de una espantosa vulgaridad. Contagió a todo el mundo. César Rincón y Manuel Caballero se pusieron espesos, el presidente no daba pie con bola, el público se dormía, a la afición conspicua se le cruzaban los cables y no acertaba a decir ni siquiera aquello de "¿A quién defiende la autoridad?".

Alcurrucén / Rincón, Ponce, Caballero

Toros de Alcurrucén (uno y el primer sobrero, devueltos por inválidos), de discreta presencia, escaso trapío, flojos -los de Ponce y 6º, inválidos-, dóciles. 5º, segundo sobrero de Antonio San Román, discreta presencia, inválido, aborregado.César Rincón: media estocada tendida perdiendo la muleta, estocada -aviso- y descabello (pitos); estocada corta y rueda de peones (silencio). Enrique Ponce: pinchazo hondo, ruedas insistentes de peones y cinco descabellos (pitos); estocada (palmas y pitos). Manuel Caballero: estocada desprendida (silencio); estocada corta (silencio). Asistió el Rey en barrera y le brindaron toros. Plaza de Las Ventas, 24 de mayo. 16ª corrida de feria. Lleno.

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Toros fofos, toros tontos, toros tullidos saltaban al redondel, y César Rincón volvía a ser la expresión cabal de la decadencia. Reverdecer antiguos laureles no es fácil y menos si se quiere hacer de ellos caricatura. Destempló y se alivió mucho en el primer toro, pese a la inocencia del animal, y al cuarto le tiró dos largas cambiadas de rodillas; luego -en el turno de muleta- lo tomó a enorme distancia. La suerte, así planteada, le dio fama en tiempos no tan lejanos. Mas en cuanto iniciaba el embroque el toro, ya nada era igual; aquello de parar, templar y mandar que le puso en la cumbre lo convertía en un tironeo descorazonador, sin aguante, sin temple, sin mando, sin decisión ni recursos para quedarse en su sitio y ligar los muletazos.

La verdad es que daba pena ver a César Rincón convertido en un desastrado pegapases. Le ha absorbido esta mala moda del pegapasismo en la que andan metidos casi todos. También Manuel Caballero, parece mentira. Y se dice con la insatisfacción que ocasiona el desencanto. Porque tiene condiciones toreras y ahí estaba su oportunidad. Cuando ligó una barroca teoría de revoleras juntas las zapatillas recordó su época de novillero, en la que barrió el escalafón, abrió las puertas grandes de cuantas plazas pisaba y se le veía candidato a ocupar unos de los principales puestos de la torería. Pero fue sólo una intuición fallida, acaso un espejismo, pues muleta en mano, y con toro pastueño delante, no se le ocurrió cruzarse, embarcar, templar, ligar como mandan los cánones. Antes al contrario, metía pico, descargaba la suerte, convertía en destajo lo que debería ser arte del toreo.

Ni siquiera pudo tener desquite en el sexto toro a causa de la invalidez del animal. Se desplomaba ese toro al salir de un puyazo y el presidente sacó raudo el pañuelo para cambiar el tercio. Ya había devuelto al corral dos toros y, por lo que pareció, eludía el compromiso de hacer lo propio con el tercero. Al presidente se le vio el plumero, dicho sea sin ánimo de molestar.

En el fondo habría que agradecérselo porque aquello no tenía remedio. Parecía imposible que a Ponce le sacaran un toro íntegro. Los dos de su lote y los sobreros estaban absolutamente inválidos; por algo será. Y vino después el de Manuel Caballero -que es torero de la casa- con los mismos males.

Sí, era preferible acabar de una vez con aquel tostón, salir huyendo y no volverse a acordar ni del presidente, ni de la empresa, ni de los adocenados diestros aquellos, ni de este espectáculo fraudulento y hortera, ni de la madre que lo fundó.

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