Magníficos traidores
Algo borrachos de éxito, a los jefes de Cannes les gusta soñar que ejercen el papel de dioses o monarcas que dictan las tendencias y trazan el dibujo de las modas del cine. De ahí que, antes de comenzar esta edición de su festival, la simple lectura de la lista de cineastas elegidos por ellos para optar a la Palma de Oro dejase ver una aglomeración de "modernos" sospechosa de ser cosa calculada por el jefazo Gilles Jacob para poder dar su bendición papal a alguno de los supuestos rompedores del lenguaje clásico del cine. Había que encumbrar al vanguardismo de pacotilla y al marginalismo de lujo, y a eso iban.Pero los dirigentes de Cannes cayeron en una trampa lógica por inimaginable: que entre los apóstoles de la modernez y del marginalismo de lujo seleccionados, como David Lynch, Jim Jarmusch, Atom Egoyan, Leos Carax, Peter Greenaway, Takeshi Kitano, Bruno Dumont e incluso de refilón Pedro Almodóvar (que tuvo su instante de "moderno" en ejercicio en la insufrible Kika, pero que cambió velozmente de rumbo en Carne trémula y Todo sobre mi madre), los más relevantes habían chaqueteado del vanguardismo falsario y trajeron hermosas películas de siempre, impensables en el clan de unos revolucionarios de sacristía que piensan que destinan su cine a la patraña de un hombre nuevo que despierta con el milenio.
Debían haber tomado nota los ojeadores de Cannes, para abastecer de nueva estética su último festival del milenio, de que ya se han producido otras deserciones de la (es un decir) idea de que hemos entrado en una mutación hacia una nueva era del cine, en la que las viejas ventanas han bajado las persianas y Renoir, Ford, Buñuel y Griffith son sinónimo de antiguallas inservibles como modelo de cine futuro, que no necesita raíces y está en manos de quienes han entregado sus habilidades cerrajeras a abrir las puertas de un mundo sin deudas con la historia y sin precedentes éticos y estéticos en las viejas verdades que un día cantó William Faulkner como únicas que merecen ser dichas en una obra de arte. Pero para la modernez sólo existe la palabra ahora y ha borrado de sus diccionarios el viejo consuelo de la palabra siempre.
Si Quentin Tarantino dio indicios de chaqueteo en Jackie Brown, Oliver Stone se está quedando calvo porque no encuentra camino para volver a la sombra de Sam Peckinpah y Terry Gilliam se prepara para rodar este verano El Quijote, no sería raro que un día de éstos nos dijeran que el monaguillo Luc Besson quiere rodar El principito y que el aprendiz de revientanucas Robert Rodríguez hace ayuno en el desierto de Nevada para prepararse espiritualmente antes de hacer una serie televisiva con Las florecillas de San Francisco de Asís. Porque aquí, en Cannes, estos días de supuesto cine de culto han desembocado en tan resonantes traiciones como la del campeón del minimalismo Jim Jarmusch y su exaltación en Ghost Dog de la moral suicida del samurai; la de Atom Egoyan dejándose de retóricas para recuperar el ancestral mito de La bella y la bestia en El viaje de Felicia y, sobre todo, la de David Lynch, un prodigioso calígrafo que ha gastado esta vez su tinta en un ejercicio tan conmovedor como el reencuentro fraternal entre Caín y Abel que organiza en la sublime The straight story.
Todas estas vueltas de tuerca no pueden ser casuales. Algo se respira ambientalmente acerca de la necedad y la petulancia del esteta del borrón y cuenta nueva, cuando cineastas del ahora avanzan en busca del cine de siempre. Las películas de los "modernos" convocados por Cannes sacan orgullo de la humildad y grandeza de la pequeñez. Se inclinaban a hacer cine extrahumano, es decir, abominable, y han terminado haciendo cosecha de antiguas lágrimas, que sigue siendo la materia primordial del cine que viene
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