Tim Robbins reconstruye con furiosa ironía una batalla de la juventud de Orson Welles
Emily Watson y Susan Sarandon, dos de las protagonistas del filme, acompañaron al director
ENVIADO ESPECIALEl actor Tim Robbins sigue en racha y en alza como director. Después de salir airoso de Ciudadano Bob Roberts y Pena de muerte, se ha metido en un asunto de mucha más dificultad, Cradle Will Rock, que es el título de una comedia musical de fondo político muy subversivo que un joven Orson Welles, de 22 años, intentó montar en Broadway en 1936. El espectáculo fue prohibido y la tumultuosa historia de este cerrojazo es lo que el filme cuenta con mucho arrojo y algunos balbuceos iniciales, que desembocan en media hora final magnífica, emocionante.
Era dura la vida en Nueva York para la mayor parte de la gente del teatro en los años treinta, a la salida de la Gran Depresión. Unos pelaban aceras para sobrevivir a la intemperie, otros huían a Hollywood en busca de otros salarios y los pocos que lograban encaramarse a un escenario de Broadway luchaban por la libertad de expresión, ahogada, pese a las consignas liberalizadoras del presidente Roosevelt, por los centros de poder de la ciudad, que estaban en manos de gente como Randolph Hearst y Nelson Rockefeller, a cuya sombra se creó aquel Comité de Actividades Antiamericanas que 10 años después se convirtió en el nido de víboras del fascismo estadounidense.En 1936, al joven Orson Welles le encargaron la dirección de una comedia musical titulada Cradle Will Rock. Era un raro caso de espectáculo musical de agitación política que escenificaba la represión de la policía y las mafias neoyorquinas contra los trabajadores y sus sindicatos. Uno de los sindicatos más combativos era el de la gente de teatro, y Welles se puso al frente de un grupo de ellos para montar el arriesgado musical. Cuando iba a estrenarse, las lupas del Comité de Actividades Antiamericanas cayeron sobre él y le cerraron el escenario. Fue representado una sola vez, clandestinamente, en el patio de butacas del teatro, y este acto llena la emocionante media hora final de la película. Robbins logra hacer creíble el tumultuoso proceso del montaje con finura y valentía, sin buen sentido de la medida en los comienzos, pero se redime de sus balbuceos en esa media hora final de gran cine casi con altura wellesiana.
El plano final, donde se ve tal como está hoy Times Square, cogollo del Broadway muerto, es un mazazo furioso e irónico que cierra por todo lo alto la estupenda película, en la que un largo reparto encabezado por Emily Watson, John Turturro, Susan Sarandon, Vanessa Redgrave, Rubén Blades, Mark Azaría y Bill Murray hace un trabajo coral primoroso, en el que la figura de Orson Welles, interpretado por Angus Macfadyen, es uno más del conjunto. Porque la película no investiga a Welles como individuo, sino el oficio, el tiempo y la ciudad desde donde se desencadenó el vendaval de su ingenio iconoclasta, que le condujo, lo mismo dentro que fuera de su país, al perpetuo exilio interior.
A la luz o la sombra de la muerte actual de la leyenda del Broadway libre, esta reconstrucción es más que un ejercicio de museo. Es uno de los estertores premonitorios de la lenta agonía del gran teatro neoyorquino, que comenzó precisamente allí. Sobre la efímera época del esplendor de la escena neoyorquina en la posguerra mundial empujó la resaca de aquellos años de tumulto, simultáneo a la desbandada de los teatreros de Manhattan a California y, más tarde, al silencio del teatro hecho de espaldas a la vida en que Broadway sigue sumido.
Brechtiano
El título del filme, Cradle Will Rock, respira aires brechtianos. Bertolt Brecht aparece un instante al comienzo de la película, mientras se oyen unas palabras entre las que resuena ese título en boca de un líder sindical que pronuncia un discurso ante trabajadores en paro. No es casual esta aparición. Robbins y sus intérpretes, a la manera de Brecht, no nos dejan entrar en las intimidades de los personajes, sino que nos proponen su participación en una vieja lucha social todavía no finalizada. Todo es teatro, y teatro brechtiano, en este puro ejercicio de cine. Y si Tim Robbins hizo opciones radicales en sus dos películas anteriores, en esta tercera las profundiza y agudiza. Es una obra dura, cáustica, sumamente divertida y trepidante, que está amasada con un conocimiento profundo, desde dentro y simultáneo, de los puntos donde cine y teatro se alimentan y se funden recíprocamente. Incluso en esto Robbins es fiel a Welles.
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