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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Del rigor público a la autoindulgencia

LA JUEZ que investiga el caso Torras tomó ayer declaración a Ernesto Aguiar y a Josep María Huguet, ex altos cargos de Hacienda que reconocieron haber ocultado al fisco ingresos de cientos de millones de pesetas. El aplomo de que hicieron gala puede resultar sorprendente, pero recuerda al que otras personas hoy condenadas por corrupción exhibieron cuando comenzaban a ser investigadas. Como Luis Roldán y tantos otros, ambos tratan de admitir lo menos para autoexculparse de lo más. Pero serán los jueces, y no ellos, quienes determinarán si los más de mil millones acumulados en sus cuentas suizas esconden sólo un fraude a Hacienda o también delitos de cohecho y prevaricación. De ser esto último, guardaría relación con los manejos de Javier de la Rosa, un financiero que ha acreditado gran capacidad para contaminar todo lo que toca, y que hoy está en prisión.El pasado día 19, Aguiar y Huguet admitían por escrito, como quien lava, que ellos, los terribles perseguidores del fraude fiscal, eran unos defraudadores; pero lo hacían sólo para rechazar a renglón seguido y con gran contundencia haber cobrado por servicios a De la Rosa, según la sospecha obvia que se deducía del hecho aceptado de que había sido el abogado del famoso financiero, Juan José Folchi, quien había ingresado gran parte de la cantidad que nutrió sus cuentas suizas. Ayer reiteraron su coartada ante la juez: que les dio apuro reconocer -en la correspondiente declaración de la renta- que en muy poco tiempo los cinco millones invertidos en la Bolsa se habían transformado en cerca de 500; y que por eso no declararon esos ingresos y recurrieron a los servicios del citado letrado para que les arreglase la cosa. En Suiza.

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Aguiar y Huguet declaran que tenían en Suiza dinero ganado en la Bolsa

Tienen derecho a defenderse, incluso mintiendo, y a la presunción de inocencia. Pero es evidente que su explicación es coherente con la pretensión de impunidad por prescripción del delito fiscal. Éste prescribe a los cinco años, mientras que el de cohecho o prevaricación no lo hace hasta que hayan transcurrido diez.

Tal vez sea verdad lo que declaran, pero, primero, lo que dicen es suficiente como para que su actuación sea considerada un ejemplo máximo de desvergüenza; segundo, es poco verosímil. Y si el asunto ha provocado tanta indignación en todo tipo de ciudadanos-contribuyentes es por el contraste entre el comportamiento público de esas dos personas, adalides de la decencia pública, famosos por la dureza de su discurso contra los sospechosos de no cumplir sus deberes con Hacienda, y su comportamiento personal como contribuyentes privados. Con razón dicen los psicólogos que todo discurso demasiado enfático suele ocultar lo contrario de lo que proclama.

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