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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Guerra y paz

OCCIDENTE Y RUSIA han dado un paso adelante hacia la detención de la guerra en los Balcanes, ya en su sexta semana. Los bombardeos sobre Serbia continuarán, y los principios generales acordados ayer por el G-8 en su reunión de Bonn son precisamente eso, una declaración de naturaleza amplia para contener la crisis. Pero en ese embrión de estrategia hay algunos elementos que alimentan la esperanza de un desenlace de la tragedia de Kosovo presentable a largo plazo. Los dos fundamentales son la disposición de los aliados a una interpretación flexible de sus exigencias para detener los ataques y la que parece ser una aproximación rusa hacia las tesis de Occidente. La ONU adquiere carácter protagonista, tanto diplomáticamente como en el eventual despliegue de tropas en la martirizada región.Los aliados han suavizado su posición. El comunicado emitido por los ministros de Exteriores de las democracias industriales y Rusia no exige ya que la OTAN sea la fuerza que tome Kosovo en sus manos, sino que habla de una suficiente "presencia civil y de seguridad respaldada por la ONU". Tampoco se reclama la retirada total y previa de todas las fuerzas serbias. Ambos extremos, sin duda gratos a Milosevic, son una concesión a la buena voluntad rusa. Pero Moscú y Washington difieren ya sobre su interpretación. La secretaria de Estado norteamericana, Madeleine Albright, ha señalado que ni EEUU ni el Reino Unido tolerarán que se excluya a la OTAN del núcleo duro de las tropas que se desplieguen en Kosovo. Moscú considera que Belgrado debe tener la última palabra. Precedentes como el de Bosnia, donde las fuerzas de la ONU acabaron siendo una suerte de funcionarios de uniforme en cuya presencia se perpetraron algunas de las más abominables matanzas de la guerra, cargan hoy de sentido el punto de vista estadounidense que apoyaba ayer en Roma el moderado Rugova. Los demás principios siguen la pauta de las exigencias occidentales: inmediato fin de la violencia, regreso incondicional de los expulsados y comienzo de un proceso político, perfilado por la ONU, que devuelva a los kosovares una amplia autonomía en las fronteras yugoslavas.

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Con todas sus laudables intenciones, el marco acordado en Bonn refleja la urgencia de los aliados por acabar con una guerra cuyo desarrollo dista mucho de su guión previo. Los métodos de la OTAN, sus repetidos errores y su falta de determinación desde el comienzo han sido criticados hasta por altos mandos de la Alianza. El general Naumann, jefe de su comité militar, admitía esta semana en su despedida que la necesidad de llevar adelante una "guerra de coalición" entre 19 democracias ha hipotecado los principios generales de la sorpresa y la contundencia. El Instituto Internacional de Estudios Estratégicos considera imperdonable no haber preparado tropas de tierra antes de los bombardeos, que habrían disuadido al dictador serbio de multiplicar exponencialmente su represión. Más importante, el G-8 ha pasado de puntillas sobre un aspecto esencial de la situación: ¿las condiciones de paz deben ser impuestas a Milosevic o negociadas con él? ¿Puede pactarse el final del conflicto de Kosovo -escenario de las más abyectas atrocidades vistas en Europa en muchos años- con el mismo personaje que lo ha desencadenado? Esta semana, las fuerzas de Belgrado seguían destruyendo pueblos, ejecutando sumariamente y expulsando a sus habitantes.

Uno de los objetivos de la guerra aérea iniciada por los aliados era proteger a los kosovares. Las cifras de la ONU sobre los cientos de miles de deportados que saturan los países vecinos de Serbia y los ponen al borde del colapso certifican lo iluso de la estrategia. La OTAN combate no ya por el Kosovo de marzo, sino por el futuro Kosovo, por la posibilidad de una sociedad civilizada. Algo en las antípodas de lo que Milosevic lleva representando desde hace una década. Una de las perversiones de esta guerra, y no la menor en sus consecuencias, es la acarreada por una política, elevada a la categoría de teología, según la cual la vida de un soldado aliado no puede ser puesta en peligro. La perversión última de Kosovo sería el apuntalamiento en el poder del caudillo que ha desencadenado el infierno. Milosevic al timón con un ejército no derrotado es una garantía, más temprano que tarde, de nuevas vesanias en los Balcanes, una zona de Europa donde sobran los irredentismos, los agravios históricos y los aventureros dispuestos a sacar partido de las infinitas carencias en que Europa ha mantenido su patio trasero. El Consejo de Seguridad, donde se perfilará la resolución que debería detener la guerra, debe privar por ello a Milosevic de cualquier instrumento posible que le permita reeditar el horror. Occidente cometería un error de dimensiones históricas si acabase consintiéndole dictar, aunque fuera indirectamente, los términos del armisticio.

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