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Drogas legales

Cristina Almeida, candidata del PSOE y del Partido Democrático de la Nueva Izquierda a la presidencia de la Comunidad de Madrid, visitó el otro día, ya de lleno en su precampaña electoral, el poblado de La Celsa, uno de los mayores hipermercados de la droga de la región. Tras su visita, la candidata declaró su intención de incluir en su programa electoral una propuesta de centros de atención a drogodependientes en los que se les suministraría heroína gratuita bajo supervisión médica, así como "un bocadillo y actividades culturales". Ayer, en respuesta a estas declaraciones, el presidente de la Comunidad de Madrid, Alberto Ruiz-Gallardón, declaró su apoyo a dicho proyecto y se felicitó por un planteamiento que consideró "serio porque avanza en la línea de reducción de daños y no en sistemas de liberalización de las drogas".En las últimas palabras de Ruiz-Gallardón radica precisamente el auténtico problema de las drogas en España: la tantas veces debatida cuestión de su liberación. Aunque propuestas como la de Cristina Almeida suponen un avance indudable y bondadoso en nuestra relación social (política, económica) con el problema, parece que aún queda mucho, sorprendentemente, para que nuestros dirigentes políticos reconozcan una verdad de Perogrullo y defiendan con valentía, de una vez por todas, la única vía posible para que esa verdad se instale en la mentalidad y en la vida de un país que fuera realmente avanzado, intelectualmente evolucionado.

La cuestión es que una cosa es hacer un uso libre y razonable de las drogas y otra, muy distinta, ser drogodependiente, es decir, ser un enfermo. Si, como aceptan nuestros dirigentes políticos, los drogodependientes son enfermos, deberían disponer de una asistencia médica, no ya en "centros de atención" donde se les suministre heroína, actividades culturales y un bocadillo, sino en los hospitales, que son los lugares en los que, se supone, atienden a los enfermos. Lo que quiero decir es que usar las drogas, consumirlas de forma lúdica, inteligente, puntual, es algo que atañe exclusivamente a nuestra libertad, a nuestra condición de consumidores en el sentido más amplio de la palabra, y, como es obvio, un enfermo (de cualquier dolencia) no es libre. En relación a las drogas, es esto, básicamente, lo que nos distingue a unos de otros: estar (o ser) sanos o enfermos. Conozco mucha gente saludable que usa drogas, que las consume libremente, y también conozco a algunas personas cuyo consumo constituye su problema de salud física y mental. Todos conocemos también a muchos que consumen alcohol sin ser alcohólicos o que disfrutan del placer de los alimentos sin llegar a ser bulímicos.

Lo que está claro, de forma incuestionable, es que el hecho de que las drogas sean ilegales (al margen de que supone un intervencionismo intolerable en los derechos y decisiones sobre el cuerpo y el espíritu propios) ni resta ni añade tendencia a la enfermedad. Lo que resta es libertad; lo que añade es enfermedad (no tendencia), mafia, mercado negro y delincuencia, es decir, pasta, mucha pasta, elevadísimos porcentajes en el producto interior bruto de ciertos países y enormes fortunas personales. Es decir, el negocio del siglo. La idea de negocio se inscribe con toda lógica en nuestra sociedad de consumo (es tan sabio el idioma), por lo que el hecho de que sea ilegal un negocio (a excepción de aquellos que suponen un atentado a la libertad de los demás) sólo puede responder al hecho de que esta situación reporte unos beneficios que, de ser legal, disminuirían considerablemente. Y, socialmente, existe todavía una hipocresía en lo que se refiere al placer, al disfrute de nuestras posibilidades, que resulta de un atraso alarmante.

En una cena con varios jóvenes escritores latinoamericanos que han venido a Madrid al I Congreso de Nuevos Narradores Hispanos había unos cuantos colombianos. Pues bien, su asombro se basaba en el hecho de que la mayoría de ellos habían visto drogas por primera vez en su vida en Madrid, habían comprobado que su uso es común y desprejuiciado entre todo tipo de personas sanas. Es decir, que existe una cultura sin culpa y extendida que sólo se ve distorsionada por las dificultades que se derivan de las mentiras que nos cuentan los máximos implicados. A saber: nuestros sucesivos gobiernos y sus socios extranjeros, la Guardia Civil y la policía.

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