Alcaldes JOAN B. CULLA I CLARÀ
Entre todas las expresiones institucionales del cambio democrático acaecido en Cataluña a finales de los años setenta, la que dos décadas después suscita un juicio globalmente más positivo por parte de los ciudadanos es sin duda la municipal. La Administración autonómica surgió de nueva planta y no tenía, en la memoria colectiva, términos de comparación posibles; además, su desarrollo ha sido gradual, sujeto a parsimoniosos regateos competenciales y a coyunturas políticas cambiantes. Por su parte la Administración central, aunque importantísima, resulta más lejana, y la percepción de ella que tiene la gente común está mucho más contaminada por los prejuicios de partido y los filtros mediáticos. Muy otro es el caso de los ayuntamientos. Ahí, la nefasta gestión y la profunda impopularidad que los consistorios franquistas acumularon hasta 1979 proveían a los respectivos vecindarios de un sólido referente negativo, de un antimodelo preciso; y la cercanía entre gestores y administrados ha permitido a estos últimos hacerse una idea directa, vivencial, empírica, poco mediatizada sobre la actuación municipal. Creo que, con todas las salvedades de la casuística, el resultado es bastante satisfactorio. Para la inmensa mayoría de los catalanes la democracia municipal significa, a 20 años de su conquista, una gestión más eficiente y más accesible, más respetuosa con el medio ambiente y con el patrimonio, un urbanismo más sensato y menos especulativo, un aumento espectacular de equipamientos, servicios y espacios públicos, formas de crecimiento menos salvajes y más ordenadas, iniciativas sociales, culturales y lúdicas a mansalva... A lo largo y ancho del país, alcaldes de todos los colores políticos personalizan, encarnan ante sus convecinos estos decenios sin precedentes en nuestra historia local. Por hablar sólo de algunos casos que conozco, tenemos el de Antoni Farrés en Sabadell, cuyo mandato a punto de finalizar ha presidido e impulsado la mutación de la capital vallesana desde el viejo monocultivo textil hasta una estructura industrial mucho más diversa y moderna, con esa centralidad de servicios que simboliza el impresionante Eix Macià, pero a la vez con la sensibilidad que halla su reflejo en el Casal Pere Quart o en el excelente Arxiu Històric. Y también el combativo Ramon Llumà, bajo cuya alcaldía la mitrada, tradicional y algo decrépita Solsona ha recuperado no sólo su lustre urbano, sus palacios y casas nobles, sino también el dinamismo económico, social y cultural. O a Josep Grau i Casanovas que, al frente del consistorio de Cabrils, ha conseguido canalizar un veloz crecimiento demográfico sin que aquel rincón del Maresme se convierta en un mero dormitorio, potenciando la cohesión comunitaria entre nativos y recién llegados y procurando contener la voracidad inmobiliaria. Entre los exponentes más genuinos y brillantes de la reciente política municipal catalana, Joaquim Nadal i Farreras ocupa un lugar de excepción. Sin duda, aunque no sólo, por su proyección política a escala nacional, que evoca la clásica figura francesa del député-maire, si bien en su caso sería más el maire-député, porque para él Girona no ha sido nunca un simple trampolín, sino el alma mater, el baluarte y el punto de anclaje con la realidad, tanto en la buena como en la adversa fortuna. Quim Nadal acaba de publicar un libro -el tercero ya- sobre la ciudad que rige con una combinación "de racionalidad y enamoramiento". Su título, Girona. Ciutat viva i de colors (Columna), se contrapone al cliché de la Girona grisa y negra, popularizado a modo de denuncia en las postrimerías del franquismo. Su contenido, entreverado de evocaciones personales y acotaciones de historiador, teoriza y reflexiona el proceso de transformaciones de la urbe durante los cinco mandatos municipales del alcalde Nadal, insistiendo especialmente en la regeneración física y social del caso antiguo y en el aumento de la autoestima y la identificación de los gironins con su ciudad. Para quienes frecuentamos la Girona de los años noventa, la satisfecha capital universitaria y turística con su altísima calidad de vida, con su nueva fisonomía urbanística -desde les Aligues a les Casernes o a la rambla de Xavier Cugat- resulta obvio que el proyecto iniciado en 1979 ha sido un éxito. Farrés, Llumà, Grau, Nadal, todos los buenos alcaldes citados y muchos otros, cada uno con su militancia y su talante, poseen algunos rasgos comunes: ejercen los 365 días del año, no desdeñan ninguna comparecencia pública por insignificante que parezca, cultivan al máximo el contacto con los ciudadanos y el conocimiento del territorio y poseen sensibilidad de sismógrafo para captar las señales de la opinión, los problemas y las quejas. A la vista de lo cual resulta chocante que Pasqual Maragall -Maragall, que cuanto es en política lo debe al ejercicio de la alcaldía de Barcelona- sentenciase el otro día, al prometer un hipotético cambio de estilo presidencial: "No necesitamos un alcalde de Cataluña". ¿Está seguro de eso?
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