Historia o fábula o recapitulación
1. Una calle, un barrio. Los habitantes de los pisos altos -algunos, muy altos, de rascacielos- ven desde sus ventanas, balcones y terrazas que abajo, en la calle, un individuo se dispone a degollar a un niño. Enseguida ven que no es el único: hay varios individuos más a punto de estrangular o degollar a otros niños, quizá a sus propios niños. Los transeúntes aprietan en general el paso y miran hacia otro lado, unos cuantos jalean y aplauden a los degolladores, alguno incluso se ofrece a sujetar a un niño para facilitar la tarea del estrangulador. No es la primera vez que se dan crímenes así en esta calle, sólo que hace unos años las víctimas fueron mujeres, quizá las propias mujeres de los asesinos (acaso en sentido estricto, etimológico, como ismailianos del siglo XI).2. Los habitantes de lo alto tienen principalmente dos opciones (secundariamente, tres o cuatro): una es apartarse de las ventanas y terrazas, darse la vuelta, meterse en sus casas y negarse a ser testigos de la matanza inminente o que ya ha comenzado. Si uno no es testigo, no ve, no se entera, no sabe, nada puede hacer respecto a lo que ignora, ni siquiera contarlo luego. La otra es tratar de impedir la matanza. Saben que no les servirán las palabras, los gritos ni las amenazas. Primero, porque hace tiempo que conocían las intenciones -o las tentaciones- de los individuos de abajo, y han perdido un año entero hablándoles para disuadirlos, sin resultado. Después, porque hoy ya no es cuestión de intenciones, tentaciones, temores, presagios. Hoy se han iniciado las ejecuciones, están ya aconteciendo, no hay tiempo que perder, la hora de dialogar ha pasado, los niños están muriendo ya ahí abajo.
3. Los habitantes de las alturas son, sin embargo, cobardes y reservones. No se plantean -no ahora, que es cuando importa- bajar corriendo las escaleras hasta la calle y enfrentarse a los asesinos, detener sus brazos con sus cuchillos alzados. Temen ser ellos entonces quienes reciban las puñaladas, así que bajar está descartado, la lucha cuerpo a cuerpo para salvar a los niños está excluida. También es cierto que hay otro motivo: los rascacielos son tan elevados que tardarían demasiado en alcanzar la calle. Posiblemente, para cuando pisaran la acera todos los niños habrían sido ya estrangulados o degollados.
4. Así que, por cobardía y también por la urgencia del caso, y porque tampoco son capaces de quedarse a mirar con los brazos cruzados ni de meterse en casa y cerrar las ventanas, los más ricos de los habitantes altos se deciden a arrojar piedras tremendas contra los asesinos de abajo. Sólo quieren darles a ellos y a sus puñales, para desarmarlos, pero no siempre atinan desde tan alto, caen algunas piedras enormes sobre los transeúntes que no participaban en la matanza, aunque la aplaudían algunos y ninguno la impedía.
5. Una facción de los habitantes altos, a quienes no parecía haber preocupado mucho la escabechina de niños (no se habían horrorizado, no la habían protestado), ponen ahora el grito en el cielo y se horrorizan y protestan con vehemencia lo que sus compañeros más activos están haciendo. Y les dicen en tono exigente: Dejad de tirar esas piedras. ¿No veis que estáis matando a transeúntes? Además, los individuos de abajo están ajustando las cuentas a sus propios hijos, y en las disputas familiares no hay que entrometerse, cada familia resuelve a su modo sus viejas querellas, que a nadie más conciernen. Y a saber qué habrán hecho los niños. Además, añade un vecino verboso llamado Julio, ¿estáis seguros de que los están degollando? Desde aquí no se ve claro. Habría que esperar a disponer de telescopios, porque a lo mejor esos niños están fingiendo y es todo un invento. O quizá quieran morir, y se estén suicidando con la ayuda solicitada a sus mayores.
6. Otros vecinos empiezan a preocuparse más por embellecerse el alma y suscitar la admiración de los suyos que por lo que sucede abajo. En realidad, sólo se ocupan de sus pisos altos, al fin y al cabo es ahí donde transcurre su vida y tienen espectadores y clientes, a los de abajo les trae sin cuidado lo que digan unos y otros por las alturas, no escuchan. Uno de verbo atildado, llamado Manuel, monta en cólera con los que tiran piedras. Los asesinos son asesinos, reconoce con la boca pequeña; pero mucho más lo sois vosotros, que habéis recurrido a la violencia. Y además -sentencia-, cualquier víctima es inocente y los que sufren tienen siempre razón. Ambas proposiciones son falaces -¿no sufrió Rudolf Hess, no fue a la postre víctima? ¿No sufrió Mussolini cuando lo colgaron como a un cerdo?-, y en esta situación resultan tan útiles como decir "Buenas tardes" o "Dios está en una paella", pero muchos vecinos se desmayan extasiados. Oh qué lindo, recuerda a aquel gran poeta latino, Poncio. Toda esa facción se aparece muy limpia al condenar a los lanzapedruscos e instarlos a detenerse, pero nunca dicen qué habría que hacer. Sólo se adornan con aspavientos, qué horror, violencia. La que se desarrolla abajo, quizá por la falta de los telescopios, no la ven tan terrible, acaso la dejarían seguir, no salpica.
7. ¿Qué sucede allí, mientras tanto? Los asesinos, al ver la lluvia de piedras, deciden apresurarse. La matanza va más rápida, quieren terminar muy pronto, no vaya a ser que algún proyectil los alcance y les deje incompleta la faena. Así que los lanzapiedras no están consiguiendo mucho, no salvan vidas y se cobran otras, y los más críticos aprovechan para censurarlos con mayor ahínco: ¿Veis lo que pasa? Los niños mueren más rápidamente que antes, y estáis cabreando aún más a los degolladores, sólo conseguís que se ceben. Es cierto, pero si se les permite actuar sin trabas, ¿no será el resultado el mismo, sólo que matarán con más calma como al principio, sin que los estorbe nadie? Cuando alguien está determinado a matar, lo hace y nada lo impide. A menos que se le detenga el brazo con el cuchillo alzado. Pero nadie ha bajado a la calle aún. Los habitantes más activos de las alturas son torpes, son timoratos, de poco ha servido su buena intención elemental.
8. Sus vecinos más críticos ni siquiera les reconocen esa buena intención. Los conminan a cesar en su agresión, buscan a veces argumentos taimados: si no defendisteis a aquellos otros niños kurdos, o ruandeses, o guatemaltecos, que fueron asesinados unos
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barrios más allá, ¿a qué viene ahora defender a éstos? Estos críticos son también frívolos al razonar así: si fallasteis una vez y dos y tres, eso os obliga a fallar ahora también. O lo que es lo mismo: no queremos que os enmendéis, no queremos que mejoréis; puesto que no impedisteis la muerte de aquellos niños, éstos deben morir también. Y no añaden lo que sin embargo piensan: así, a la próxima, os habríamos podido acusar asimismo de pasividad ante el asesinato de éstos.
9. Es la misma argumentación que emplean los defensores de un antiguo matón transoceánico que subió a los pisos altos y fue detenido allí, Augusto su nombre: Si no habéis detenido a ese otro matón, Fidel, ni al otro, Alfredo, ni en su día a Reza ni a Pol, ni a Sadam, ni a Hassan, ¿por qué la tomáis con el pobre Augusto, menos malo que algunos de ésos? En lugar de celebrar que se intente hacer justicia una vez, pretenden que la injusticia siga reinando, que las anteriores obliguen a un injusto presente y al porvenir. Si antes fuisteis injustos o conniventes, debéis serlo también ahora, ése es el mensaje final. No se desea la enmienda ni la rectificación. Lo más asombroso es que tanto los defensores del matón Augusto como los de los asesinos de la calle se presentan como paladines del progresismo, cuando pocas posturas hay más retrógradas que la de exigir la perpetuación del error, la atadura del error.
10.Mientras, en la calle casi sólo se ven niños muertos. Hartos de mancharse, los asesinos han resuelto deportar a los restantes y destruir sus escuelas, sus campos de juego, sus guarderías, no quieren más niños nunca por allí. Los habitantes de las alturas les siguen arrojando piedras. Si lo que se deseaba impedir se ha consumado, ¿para qué, por qué?
11. Los verbosos y los atildados no se chupan el dedo, y acusan: Porque sois soberbios y prepotentes y sanguinarios (pese a que las piedras siguen evitando al máximo matar transeúntes; éstos habrían caído como moscas de no haber sido en verdad así); porque no admitís el fracaso y vuestra impotencia os ciega.
12. Puede ser que así parezca, contestan algunos lanzapiedras; puede ser que así sea. Pero no serían esos los únicos motivos. La matanza se ha consumado, es cierto, no la hemos impedido desde lo alto. Quizá ya no quede casi nadie a quien salvar de la muerte, y nuestro esfuerzo deba ahora dirigirse a curar a los supervivientes. Pero si paramos ahora, será como fingir que nada sucedió en la calle. Ante un hecho consumado nada puede hacerse, ya no puede no haber sido. Sin embargo, sí puede tener o no tener consecuencias. Puede quedar impune o ser castigado. El que acaba de tener lugar ha de ser castigado, eso creemos. No sólo por dar satisfacción al espíritu justiciero, sino para que no se repita. No lo repetirán los mismos si acaban en la cárcel, depuestos o muertos. Y otros parecidos a ellos se lo pensarán dos y tres veces antes de dar comienzo a sus particulares carnicerías. Por ejemplo, esos matones encapuchados de ese barrio cercano cuando alcancen el poder. Si es que en la sombra no lo tienen ya.
13. Hay historias que nunca admiten un final feliz. En esos casos hay que procurar que por lo menos sí tengan fin. Un pacto insincero o un mal arreglo jamás lo son, sino la garantía de su continuación.
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