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Una de peatones

Elvira Lindo

Cuando mi amiga llegó a recoger a su hija al colegio, la niña ya se había ido. Había estado esperando a su madre durante media hora, la media en que los colegios se van vaciando de niños, y el bullicio de la salida se va apagando hasta dejar un silencio inquietante. La niña, de nueve años, no dijo nada a nadie, pensó que tampoco era tan grave que su madre no hubiera ido e imaginó que sería una gran sorpresa que llegara ella sola a casa, sin ayuda de nadie. Ella conocía el metro, llevaba un año en ese recorrido. No tenía dinero, pero su aspecto un poco gatuno de niña menuda la hizo invisible y se deslizó sinuosamente delante del cobrador sin que pasara nada, y montó en el primer tren que llegó sin que pasara nada.Al principio, cuando entró en el vagón y se sentó, sintió una felicidad muy grande. Era mucho más fácil de lo que ella hubiera pensado. Luego, cuando se empezó a dar cuenta de que el nombre de las estaciones no le sonaba, tuvo un principio de inquietud. Se bajó para rectificar, pero aquello se había convertido de pronto en un laberinto y decidió salir a la calle. Tuvo una alegría muy grande cuando vio la figura del Pirulí delante de sus ojos, como el símbolo de que al menos no se había equivocado de ciudad.

Recordó que, por la gran carretera que pasa al lado de ese Pirulí, su madre la llevaba en coche algunas mañanas. Con la lógica escalofriante de los niños, bajó hasta la M-30 y comenzó a andar. De pronto se había convertido en una criatura semejante a Pulgarcito, a Hansel, a Gretel, a cualquiera de los niños abandonados en el bosque, en el frío y en la oscuridad, porque era invierno, hacía frío y se había hecho de noche. La niña recuerda que los conductores de algunos coches se paraban un poco como para mirarla, pero luego volvían a acelerar. Sus diminutas piernas infantiles anduvieron mucho, porque recuerda haber llegado a la plaza de toros. Subió a Ventas y allí pidió dinero a varias personas para llamar por teléfono. La tercera le dio. Llamó a su casa y escuchó gritos, lloros, y alguien que le dijo que a su abuela había estado a punto de darle un ataque al corazón. De pronto tuvo la sensación de haber hecho algo malo. A la pregunta de dónde estás, ella respondió: "En la carretera grande al lado de la plaza de toros". Antes de que llegara su madre la encontró la policía. Estaba llorando, porque el frío y la noche pueden con la entereza de cualquier niño valiente.

Yo también estuve a punto de llorar en la M-30. Hubo una época en que hacía autoestop desde una urbanización de la carretera de Valencia. En una ocasión me invitó a subir una mujer. No sé por qué, pero en lo primero en que me fijé fue en el coche: había cables sueltos por todas partes, salían de la radio, de la parte del volante, del cambio de marcha. Lo curioso es que los pelos de la mujer estaban igual, a dos colores, largos y disparados, como si hubiera metido los dedos en un enchufe o fuera la verdadera novia de Chucky. Me preguntó dónde iba y ya no hubo manera de entablar ninguna conversación. Era una loca atravesada.

Cuando íbamos por la M-30, a la altura del barrio de la Concepción, le dio el punto y me dijo: "Muy bien, aquí te quedas", y yo le dije: "¿Aquí? ¿Pero cómo me voy a quedar en la M-30?". Dijo que no era su problema y que encima no le fuera con exigencias. El caso es que me vi en mitad de la M-30 y sin saber cómo cruzar al otro lado. Pensé que la única manera era parar otro coche para que me llevara a un lugar habitable para los peatones. El coche que paró llevaba un colchón en la baca y una familia numerosa dentro. El señor me dijo: "¿Qué le pasa?", y yo le conté que no podía cruzar. Cuál no sería mi sorpresa cuando vi que me tomaba de la mano, paraba la circulación con la otra y me llevaba mágicamente hasta la orilla.

Son historias de peatones en la M-30. Raras en un lugar en el que no hay sitio para la gente que va a pie. Viendo cómo está Madrid en los últimos tiempos y el camino que lleva, a los niños del siglo XXI se les contarán cuentos de gente que iba andando por la calle, como si fueran mendigos o como si estuvieran locos.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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