La piedra rejuvenecida
Cuando un trozo de la Catedral, tras un vuelo breve pero intenso, aterrizó sobre un arriate de flores de la Calle Postigo de los Abades, el Jueves Santo de 1996, la alarma cundió en Málaga. Se sabía que el edificio tenía problemas: la lluvia roía las cornisas y se filtraba por los techos, los humos cubrían la piedra de una costra negra muy persistente y, para colmo de males, una invasión de gaviotas había tapizado las bóvedas con los excrementos más corrosivos del reino animal. Sí, la iglesia estaba mal. Pero que se desmembrase de esa manera alzó voces preocupadas. Y se lanzó una campaña municipal para "salvar la Catedral". Los ciudadanos fueron generosos; se recaudaron 110 millones de pesetas. Y ayer las puertas de la Manquita -así llamada porque tiene una torre de menos- se abrieron para agradecer la ayuda de la gente, y, sobre todo, para dar a los casi 13.000 donantes, entre empresas y particulares, la oportunidad de ver qué se ha hecho con su dinero, que no es poco. Pues 88 millones se destinaron a arreglar las bóvedas, las cornisas y las fachadas superiores, y otros 22 más a restaurar el Altar Mayor. "Para hacer lo mismo con toda la Catedral harían falta otras dos campañas como ésta", dice Fernando Ramos, el arquitecto de fábrica, un cargo que le convierte, según cuenta, en "el médico de cabecera de esta anciana". La anciana se ha rejuvenecido mucho en el último año y medio, y abundan los ejemplos. A los frescos del Altar Mayor, obra de César Arbassia, les han borrado los arañazos, las grietas y las manchas, y les han quitado el polvo y la cera acumulados durante siglos. Ahora relucen. Lo mismo ha sucedido con las esculturas: San Gregorio y San Juan Bautista se han llevado un baño y un repaso de la pintura y el pan de oro que les cubre. También las columnas del Altar Mayor han recibido atención: se han quitado encalados antiguos, se han limpiado los dorados, se han reparado las grietas que abrió el gran terremoto de Lisboa, en 1755, y los agujeros que se hicieron para instalar cables. En el exterior tampoco se escatima la laboriosidad. Se han reconstruido cornisas destrozadas utilizando anclajes de acero inoxidable y morteros de resinas especiales. Ésas ya no se van a caer. Y se ha hecho un trabajo muy minucioso en las bóvedas, en un proceso que se llama poéticamente "la limpieza de la piel del ladrillo", con alcohol, amoníaco y hasta microchorros de arena. Aún más poética resulta "la colmatación de las llagas de los sillares", que quiere decir rellenar los intersticios entre un bloque y otro. "Si se suman las llagas de todas las bóvedas", dice Ramos, con el orgullo del deber cumplido, "hay 28 kilómetros". Esta información está al alcance de los visitantes en unos paneles cúbicos situados detrás del coro. Ayer, además de los turistas extranjeros, todos con la cámara de video apuntando al techo, había grupos de malagueños leyéndolos con atención. Como Alejandro García, de 27 años. "Yo di un donativo, entre otras cosas porque tengo una amiga que es voluntaria cultural y que me insistía mucho", sonríe. "Ahora me apetece verlo todo de cerca, tranquilamente". Se han organizado visitas de colegios, y algunas asociaciones de vecinos también han mostrado interés. "Esto debería ser el principio de una nueva etapa", reflexiona Ramos, "en la que el pueblo volviese la vista al patrimonio y se implicase en su conservación. No se puede mantener la Catedral a base de campañas puntuales: hay que buscar la forma de hacerlo día a día. Sería mejor y menos costoso".
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