La permanente
Los chicos y las chicas mayores nos sorprendemos —al acercarse uno a la curva de los 50 o al rebasarla— de lo mucho que en la conversación nos sale sin querer esta frase: "Eso fue hace 25 años". Recuerdo el desconcierto de las primeras veces: "¿Treinta años ya desde que salí del colegio?", "¿veinte del golpe militar de Pinochet?". Se sabe por los libros que el tiempo pasa, pero nuestra pregunta ahora es otra: ¿Qué pasa con el tiempo? La gente que más quiero no había nacido el día de la muerte de Franco.
También recuerdo un tópico muy oído en la juventud: la veteranía es un grado. El dicho, con su nomenclatura militar, se escucha y no se capta, hasta que un día, veterano tú mismo a la fuerza, aprendes a temerlo; ¿acaso ese grado no será el grado cero? Todo es relativo.
Ya sé que la anterior es una frase más de consuelo de las muchas que los mayores —poco después de echar cuentas sobre los años de veinte en veinte— nos decimos para calmarnos. Pero quisiera no ser malinterpretado por el hecho de elogiar una forma de perpetuarse que sobrepasa incluso nuestra edad y nos deja hechos unos pipiolos.
Los acontecimientos a los que me refiero parecen, puestos junto al drama de la vida corriente, anticlimáticos y superfluos, desvaídos o, para algunos (de los más jóvenes), incluso "elitistas". La revista mensual de discos Gramophone cumplió hace meses 75 años, y el Times Literary Supplement, que sale todos los viernes del año independiente de su cabecera-madre, el Times londinense, celebra con diversas iniciativas su primer centenario. Por otro lado, una tormenta se ha desencadenado ante el anuncio de que la Oxford University Press, la gran editorial académica y literaria ligada a esa universidad, ha decidido interrumpir su prestigiosa colección de poesía contemporánea. La tormenta, como corresponde a un asunto de apariencia tan baladí, se inició en una taza de té, pero se ha desbordado de forma inaudita con cartas, artículos, editoriales periodísticos y manifestaciones en la calle, hasta llegar a la sede parlamentaria, donde el Lord-Obispo de Oxford formuló la pregunta de si el Gobierno de Su Majestad tenía medidas previstas para "apaciguar la inquietud extendida por todo el país".
Digo con más envidia que sorna que esos tres sucesos sólo podían pasar en Gran Bretaña. Y me viene a la cabeza otra frase: guardián de las tradiciones. Sospecho que la frase les sonará escasamente guay a los que ni siquiera han cumplido veinte años, pero, como estamos en un artículo muy sentido, me voy a poner en evidencia: cuánto me gustaría a mí ser de un país donde el concepto de lo tradicional no está sólo asociado a la nostalgia y a la gazmoñería reaccionaria. Y qué gusto que una revista literaria de calidad llegue al número 5.000, que los obispos se preocupen más del aborto de la poesía que de la voluntaria interrupción de un embarazo no-deseado, o que a los peluqueros ingleses —-por un hábito seguramente medieval— se les llame en los salones no por el apellido o el nombre a secas sino con un Mister precediendo al John o al Peter.
En España, donde el salto de mata es la ley, a menudo desembocando en el salto mortal, permanente suena principalmente a hazaña peluquera. El arte es una planta anómala, y puede florecer al pie de los quebrados o en un campo de ortigas, razón por la cual nuestra historia contemporánea ha dado, pese a sus trompicones y escaseces, tan buenos pintores y poetas. Pero si hablamos de algo cercano y distinto, de ese bien formativo y lenitivo que amansa y abre el ojo para distinguir mejor lo nuevo válido del arte, entonces, ah, volvamos la mirada hacia aquellos países que —sufriendo también guerras y trastornos políticos— llevan no 25 sino 500 años haciendo permanente la cultura.
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