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Tribuna
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La felicidad de eliminar al otro

"Como todos los norteamericanos, estoy luchando por intentar entender qué es lo que puede llevar a un adolescente a cometer actos tan terribles", dijo Clinton el año pasado. Por entonces habían sido abatidos varios niños y niñas en diferentes escuelas públicas, pero aún no se había llegado a la matanza de Littleton, con la parodia de un cuerpo de elite y el despliegue de un arsenal contra la vida de profesores y compañeros de clase. Desde hace unos 15 años, la convivencia en las escuelas públicas norteamericanas estalla a menudo, con agresiones entre bandas, celadas contra profesores, vandalismo contra los centros. No es, sin embargo, esta violencia la que ha fomentado hasta ahora una sociedad de fuertes desigualdades y con una estricta conminación al triunfo. Esta clase de violencia, endémica en EEUU, alcanzó sus mayores cotas en torno a comienzos de 1990, pero ha bajado después por efecto de la mayor represión policial y judicial de los últimos tiempos. Desde 1992, la población penitenciaria se ha incrementado en un 50%, hasta alcanzar 1,5 millones de reclusos; las ejecuciones capitales anuales se han multiplicado por tres desde 1990; y ciudades como Nueva York se han mostrado modélicas ante el país a partir de la brutalidad de sus cuerpos de policía.

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Cuando este asunto de la inseguridad ciudadana parecía controlado, emerge, con auge diabólico, la violencia adolescente. Y no cualquier grado de violencia, sino ésta de Littleton con bandas armadas que no vacilan en asesinar a granel. Cualquier país que sufriera esta sevicia se declararía gravemente enfermo, y para sanar, revisaría los mismos cimientos de su sistema, sus metas, sus formas de vivir y producir, su estilo de vender, entretenerse y anunciar: su condición peculiar toda vez que se han sentido todo el siglo los mejores de la condición humana. El mal, como los demás productos norteamericanos, es sin duda muy pegadizo y ya ha ingresado en Europa y en España.

La dolencia de EEUU es, no obstante, por fundacional y originaria, de virulencia claramente superior. Clinton muestra su perplejidad ante el problema, y él mismo podría hallar en las acciones armadas contra Sudán, Afganistán, Irak, Libia o Yugoslavia el modelo de conducta que asimilan sus niños. En EEUU, el otro ser humano va siendo, cada vez más y según las razas, un ser sin atributos, disminuido de categoría espiritual o moral. La forma de urbanización extensiva, con viviendas aisladas, redujo pronto en la última posguerra las ocasiones de convivencia vecinal, pero, además, las plazas de los centros comerciales, donde se reencuentran hoy, devuelven tipos simplificados, clientes y paseantes desprovistos de interés. La televisión, como vamos comprobando en España, desempeña mediante los cotilleos, las confidencias y talk shows, el papel que no cumple la perdida relación cara a cara; mientras Internet, a su modo, acentúa, positiva y negativamente, la abstracción del prójimo.

Ahora es cada vez más difícil tratar y conocer a seres humanos enteros y respetados en su gran complejidad. Los medios han establecido distancias entre personas, y la figura del otro pierde entidad. El otro tiende a convertirse en un nombre, una voz, un caso, un obstáculo y, eventualmente, en un objetivo, para bien o para mal. Efectivamente, cientos de películas difunden sin cesar una tóxica estética de la violencia y la muerte de un semejante como la materia prima de un espectáculo trivial.

Los telefilmes, el cine, han debido de influir sobre los niños y adolescentes asesinos, pero si los productos triunfan es porque se acoplan a la verdad. El recurso a la violencia en el cine norteamericano no es una absoluta invención de Hollywood, sino, en buena parte, una filmación. Hasta los niños, carne sagrada en EEUU, se matan entre sí. No se podría hallar un indicio más contundente de que la naciente sociedad del año 2000, en el extremo de la rivalidad interpersonal, ha traspasado el punto en que la dicha se confunde con el fin del otro.

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