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Flecos

Enrique Gil Calvo

La guerra es una institución catastrófica que continúa generando efectos perversos retardados (y el nacionalismo es uno de los más nefastos) mucho tiempo después de haber terminado. Por eso las guerras carlistas y la guerra civil siguen estando vivas entre nosotros. Y a esta especie de ley histórica no ha escapado ni siquiera la guerra fría, que con excesivo optimismo dimos todos por concluida en 1989. Pues bien, probablemente nos equivocamos. Cabe sostener la hipótesis de que muchos de los conflictos actuales, si es que no todos, son en realidad flecos procedentes de aquella tensión bipolar entre Oriente y Occidente, que solo acabó a costa de resolverse en falso. Pensemos en el caso de ETA entre nosotros, en el de Argelia al sur del Mediterráneo, en Pinochet o Castro. Y miremos sobre todo las guerras abiertas en caliente: Irán, Irak, Bosnia y ahora Kosovo. Todos estos recientes conflictos se atribuyen a intereses económicos o razones ideológicas, como el nacionalismo y el integrista choque de civilizaciones. Pero en realidad son secuelas de la guerra fría, como revela el hecho de que se den en los mismos frentes locales abiertos durante aquel equilibrio del terror: frentes cruentos que no se cerraron desde entonces o que hoy se reabren porque apenas se amortiguaron.

La potencia hoy dominante continúa defendiendo en público al mundo libre, aunque en privado sostenga un cínico aislacionismo interesado. Por eso se piensa que cuando decide intervenir como gendarme lo hace por mero afán de lucro. Pero si es así resulta un pésimo inversor, pues siempre apuesta por caballos equivocados. Esto demuestra que el intervencionismo estadounidense es selectivo, como en el caso de Turquía o Israel. Pero su selectividad no es economicista, ni humanitaria mucho menos, sino mero reflejo automático de los compromisos adquiridos con la política de alianzas de la guerra fría.

Y los demás actores que toman parte en estos conflictos tardíos, ya sea en la retaguardia mediática o en primera línea de fuego, también lo hacen no en su propio interés o por principios, sino con una lógica de alineamiento heredada de la guerra fría: proamericanos contra prosoviéticos, en cuyo bando seudoprogresista figuran los compañeros de viaje disfrazados de no alineados. Nada nuevo bajo el sol.

Y en la escena española pasa exactamente igual. ¿Cómo explicar que IU (la marca electoral del PCE) haya ingresado en el pacto de Lizarra? Evidentemente, no por interés electoral, sino por una fijación compulsiva que le ha hecho confundirlo con el pacto de Varsovia. Y lo mismo sucede con su actitud ante la guerra de Kosovo, llamando genocida a Solana para encubrir al auténtico genocida Milosevic por una mal entendida complicidad de camaradas. Pero tampoco resulta demasiado digna la postura de los intelectuales progresistas, que con atrevido diletantismo condenan sumariamente a la OTAN. No se sabe qué lamentar más, si su demagogia pacifista de seguro éxito entre los crédulos o su exhibicionista afán por posar de irreductibles ante los focos. Aunque quizá se deba todo a su orfandad de guerra fría, comportándose como perros de Pavlov que se dejan arrastrar por los reflejos condicionados de un pueril y frívolo antiamericanismo visceral.

Con esto no pretendo disculpar el bombardeo yanqui, que como sostuve en público cuando empezó, me parece rechazable sin paliativos: no sólo es ilegal, sino que además es un error, pues refuerza al déspota Milosevic. Pero lo peor es su carácter contraproducente, al multiplicar sine die el genocidio. De ahí la irresponsabilidad de una decisión que se tomó tarde y mal, de acuerdo a la proverbial miopía de Washington. La conclusión escarmentada es que la guerra fría no ha terminado aún, por lo que sigue siendo preciso tomar partido. Igual que hay que elegir entre Ermua y Lizarra, también hay que elegir todavía entre Washington y Moscú. Pues bien, aunque sea con las manos sucias y la nariz tapada, yo elijo Washington y Ermua, pues no quiero ser cómplice por omisión de ningún criminal absolutismo político.

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