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El aroma de la mediocridad

La última moda literaria en Estados Unidos no se encuentra en esta o aquella clase de ficción sino en la llamada bad writing, la mala escritura. Mala pero con ritmo, torpe pero con naturalidad. Hasta The New York Times se ha tomado en serio este fenómeno de textos sin precisión, sólo chocantes. Lo nuevo es escribir en directo y mal. Así como el feísmo en las ropas, el gore en las películas, o lo dégoûtant en las instalaciones encontró su lugar entre los productos en boga, la mala escritura se añade, expresamente, a las modernas delicias del horror. Se ofrece, precisamente, no no como una adición horrorosa sino como una extravagante confitura para la degustación. Lo dégoûtant, el disgusting se convierte así en el último grado de la calidad contemporánea o el punto más encimado de lo actualmente exquisito.

El disfrute de lo grosero, la delectación con lo siniestro, el gusto por lo deforme requieren una voluptuosidad en la que al menos se juntan el vértigo de la indiferencia y el exasperado contacto del vacío: la pérdida de referencias o la experiencia de una absoluta desorientación.

Peter Eisenman, máximo representante hasta hace poco del deconstructivismo en la arquitectura internacional, una suerte de arte del mal, declaraba recientemente en Madrid que, a su parecer, las cosas van peor que nunca. Tanto en el mundo propio de la arquitectura como en casi todo aquello que pretenda seguir llamándose cultura.

Según Eisenman, las escuelas de Arquitectura (pero también otras escuelas de Estados Unidos) ofrecen cada vez menos instrucción sobre principios éticos y estéticos para trabajar en la profesión. Los alumnos aprenden, ante todo, a resolver problemas prácticos y de la manera más sencilla y barata. Para ello cuentan con una formación meticulosa gracias a la cual deciden con tino entre las diferentes estrategias para ahorrar costes y optimizar los efectos del sensacionalismo o la comunicación, se trate de edificios, cuadros o libros. El resultado es que unos y otros, arquitectos, diseñadores, cineastas o escritores, se invisten cada vez más de un talante muy empresarial y con el ojo buido para hipnotizar a la sociedad, al cliente o al público, que lo mismo es. Ya lejos de intentar cada cual una obra perdurable y crítica, la meta es lograr un artículo llamativo o sensacional.

Prácticamente ningún alumno reciente sería capaz, por ejemplo, de juzgar en términos de buena o mala arquitectura el Museo Guggenheim. Para examinarlo y juzgarlo carecen de los elementos que les procurarían una conclusión. La única regla que orienta el más o el menos del valor es su mejor o peor funcionamiento en cuanto artefacto generador de noticias. El Guggenheim provoca reseñas, fotografías, excursiones, imitaciones, conversaciones, colas: luego el Guggenheim es una obra importante de nuestro tiempo. En caso negativo, no sólo aparecería presa de un valor exiguo, sino víctima de una vida exangüe.

La vida saludable de la arquitectura, del diseño, de la fotografía o de la escritura, no se diagnostica a estas alturas por su capacidad de conocimiento crítico, sino por la masa crítica que congrega o por el punto crítico en que se decide la enésima edición.

Un artículo cultural es fenomenal si se convierte en un fénómeno; parece mentira que no se haya llegado antes a esta elemental sabiduría mediática. La literatura bien o mal escrita no tiene nada que ver con la mejor o peor literatura de hoy. Lo excelente o lo execrable se convierten en conceptos reversibles en la sucesión acelerada de las modas. Lo execrable, como la pulp-fiction, el telefilme, el plástico en lugar del acero en la parrilla del Jaguar S-Type, los shakespeares in love, enamoran a las masas, atestan las taquillas, las revistas y las audiencias, hacen creerse en el centro mismo de la mayor actualidad. El mundo de los media se ha poblado de enormes detritus, moles gigantescas de inesperada dimensión territorial, formidables parques temáticos a los se accede sin pensar ni pagar nada, atraídos por el atufante olor de su fama y la luminotecnia de su esplendor.

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