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Tribuna
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La OTAN asume el lastre de la historia en los Balcanes

Se tiene la profunda sensación histórica de que intervenir en los Balcanes siempre ha llevado a Occidente a un cenagal de rivalidades ancestrales y envenenadas que hacen imposible el entendimiento. Ese astuto estadista, Bismarck, que repetidamente se opuso a que Alemania se involucrara en la región, juraba que todos los Balcanes no valían ni los huesos de un granadero de Pomerania; irónicamente, sus menos rápidos sucesores instigaron las catástrofes de la I Guerra Mundial implicándose precisamente en el destino de Serbia. Cualquiera que haya leído The Pity of War, la impresionante obra de Niall Ferguson, no puede sino inquietarse ante el pensamiento de que nuestros líderes actuales pudieran estar deslizándose también por una pendiente hacia un conflicto en constante expansión. No estoy pensando en una guerra entre las superpotencias y el gesto de Borís Yeltsin de enviar una fragata al Adriático está claramente dirigido a las masas rusas y no significa el principio de un enfrentamiento como el de los misiles cubanos. Pero sí que creo que a un luchador tan decidido y sucio como Milosevic le encantará extender la batalla en otras direcciones -como Montenegro, Macedonia o donde sea- si con ello confunde la cuestión y favorece su causa.

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También me preocupa el desequilibrio de compromiso emocional que hay en este conflicto entre Serbia y Occidente. Como es lógico, nos horrorizan las pruebas de limpieza étnica y las atrocidades que se han cometido contra los kosovares indefensos y sentimos un deseo profundo de acabar con esos actos. Transcurridos ya 50 años desde que sucedió, el recuerdo del holocausto se niega sencillamente a desaparecer. A pesar de ello, es muy posible que nuestro deseo de poner fin a las matanzas se quiebre si la intervención acaba causando un número elevado de bajas entre nuestras tropas. Puede que soportemos un año de víctimas occidentales, pero, ¿soportaremos dos, cuatro años? Esa inquietud se intensifica cuando uno se da cuenta de que la opinión pública del actor principal de la Alianza Atlántica -Estados Unidos- está todavía demasiado marcada por los recuerdos de la guerra de Vietnam como para tolerar unas pérdidas elevadas sobre el terreno.

Hace unos años, el pensador estratégico Edward Luttwak proclamó que ya no había superpotencias, a las que él definía como países con intereses amplios que estaban dispuestos a sacrificar a muchos hombres para proteger esos intereses. Según él, con los rusos reacios a perder hombres en Afganistán y los norteamericanos siguen traumatizados por las escasas bajas que sufrieron en Mogadiscio, prevalece una nueva atmósfera anti-riesgo. Es posible que un par de gobiernos parlamentarios -el indio, pongamos por caso, o tal vez el francés- puedan asumir un número considerable de víctimas sin una reacción nacional; pero lo que está claro es que el norteamericano no puede ni quiere. De modo que ¿quién, hoy en día, quiere enviar 10.000 tropas británicas a Kosovo y Macedonia cuando el talante político estadounidense es tan mudadizo? ¿Quién es el que cree que este presidente en particular puede soportar un recuento cada vez más elevado de mortajas?

Además, con los aviones occidentales moviéndose inútilmente por encima de la capa de nubes mientras las fuerzas especiales de policía de Milosevic aniquilan las pocas ciudades kosovares que quedan, ¿cuál es ahora el propósito de nuestra intervención? ¿Creamos una nada hecha pedazos a medida que empujamos al Ejército yugoslavo hacia el norte, luego establecemos y poblamos una especie de zona desmilitarizada en los Balcanes en previsión de futuros ataques serbios, y realojamos a los albanokosovares que quedan a través de las agencias de la ONU (partiendo siempre de la base de que nuestra política actual no haya paralizado del todo a Naciones Unidas)?

Resulta patético ver a los actuales dirigentes de Estados Unidos gimoteando en busca de una "estrategia de salida"; una vez que te has metido en una guerra, la mejor estrategia de salida es ganarla. Pero a todos debería inquietarnos el que nuestros líderes no sean capaces de definir claramente los objetivos políticos definitivos de nuestra intervención.

Sin embargo, a pesar de estas dudas, no puedo evitar pensar que acabaremos entrando y que probablemente no tengamos más remedio que entrar. Después de 30 años enseñando sobre el proceso de toma de decisiones en el pasado, hoy entiendo más claramente lo que querían decir los líderes de antes cuando se referían al "lastre de la historia".

En teoría, los norteamericanos, los británicos, los alemanes y los franceses podemos naturalmente mantenernos al margen de Kosovo. Pero nos hemos comprometido, abierta e insistentemente, con los principios del imperio de la ley, la autodeterminación nacional y la Declaración Universal de Derechos Humanos; hemos advertido que no se pueden tolerar limpiezas étnicas como las que se producen día y noche; más concretamente, hemos dicho a Milosevic que pagará por sus transgresiones y que no puede materializar sus deseos mediante una agresión abierta. Y nos aterra el que, si nos sobreponemos a estas atrocidades, fomentemos todavía más bestialidad en otros lugares y nunca sepamos dónde trazar la raya.

Y así, aunque tenga razón en mostrarme confundido e inquieto, no me opondré a una intervención de Occidente y, de hecho, preferiría que fuera un esfuerzo considerable en vez de uno pequeño y simbólico. También creo que cualquier comentario abierto acerca de establecer una fecha de retirada sería ridículo y contraproductivo; los malos se limitarían a ocultarse hasta entonces y luego volverían a salir. Como no podemos retroceder ni quedarnos de brazos cruzados, más nos vale seguir adelante, no con arrogancia e insolencia, pero tampoco con timidez, sino con determinación y unidad, y la sensación de que lo estamos haciendo por razones de decencia y justicia. Si mantenemos estas últimas, no debería irnos mal.

Pero, Señor, con cuánta frecuencia estos días, cuando reflexiono sobre las oportunidades desperdiciadas y las decisiones mal tomadas que han determinado la tragedia yugoslava a lo largo de la pasada década, me acuerdo de aquella historia de dos robustos ingleses que, después de cabalgar durante horas por los campos irlandeses, se dieron cuenta de que estaban irremediablemente perdidos y que tenían que volver al hotel. Se encontraron con un lugareño y le rogaron que les dijera cuál era el mejor camino para volver a Dublín. Pero el campesino, después de mucho pensárselo, sólo acertó a replicar: "Si yo fuera ustedes, señores, no empezaría desde aquí". ¿No tenemos nosotros, en este lío de Kosovo, un dilema parecido? Porque no tenemos más alternativa que empezar desde aquí.

Paul Kennedy es profesor de historia en la Universidad de Yale y autor de The rise and fall of great powers.

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