El presente y el recuerdo
Llegan puntuales y van llenando el recinto del Palacio de Deportes en la oscuridad, mientras un trío de guitarras calienta el ambiente. Cuando Andrés Calamaro termina con su actuación, le aplaude encendido un público que colma el lugar con cerca de 6.500 almas. Aplauden a un vago retrato de Dylan, 30 años después. Totalmente distinto, pero suculento aperitivo para el deseado, el esperado.Gustavo y Gustavo, de 44 y 18 años, son padre e hijo. El padre tiene el pelo cano y el joven lleva una abundante cabellera rubia apretada en cientos de trencitas.
"Íbamos con el coche de noche por la carretera y yo dormía en el asiento de atrás. Cuando desperté, mi padre tenía puesta una cinta en el radiocasete. Le pregunté qué era eso y me dijo que era un señor mayor que se llamaba Bob Dylan. Yo tenía 14 años y desde entonces empecé a escuchar todos los discos de Dylan que tenía mi padre. Ahora venimos juntos a su concierto y es la primera vez que lo voy a poder ver", concluyó con una sonrisa y una mirada brillante.
Cuando sale Bob Dylan al escenario, el delirio parece descargarse en ritos y ovaciones. Pero pronto callan y se quedan quietos, y así siguen durante la hora y media del concierto, rompiendo a aplaudir entre un tema y otro, sin desbordarse.
Emocionados
No es que estén contenidos ni que permanezcan indiferentes, sólo están emocionados. Todo contribuye a amansar los corazones inquietos. Una luz sentimental baña un sector del público como la luna sobre un lago tranquilo.La superficie parece fría, pero dentro late un deseo. Una o dos palabras (señor, Spain) despiertan leves reclamos de complicidad, de cercanía y de afecto por parte del ídolo. Pero Dylan ha venido sólo a regar el líquido saliente de su música, y por eso es capaz de dar los cuatro bises de rigor y dejar los pataleos y aplausos de su público esperanzado, que queda atrás en la oscuridad, mientras él se esfuma definitivamente, para dejar lo de siempre, su imborrable recuerdo.
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