Una mirada literaria
JOSU BILBAO FULLAONDO Desde su invención en 1839 la fotografía ha llamado la atención de numerosos literatos. Al igual que los pintores debieron sentirse embargados por un sentimiento contradictorio. Trastocados y atraídos por la inmensa capacidad descriptiva del nuevo sistema de reproducción de imágenes, algunos se sirvieron (y se siguen sirviendo) como forma de inspiración y otros lo practicaron (y practican) buscando sus embrujos y misterios. Fueron destacados seguidores Víctor Hugo con sus fotos de exilio; Pierre Loti y su reportaje sobre Estambul; el reverendo Lewis Carroll que, con su pasión por los retratos de niñas, dejo para la posteridad el rostro de quien inspiro Alicia en el país de las maravillas. Más recientemente tenemos el caso de Juan Rulfo con sus paisajes humanos de México, recogidos en el libro Inframundo, o el tinerfeño Juan Cruz que, desde La foto de los suecos, completa una crónica sentimental de su infancia en forma de novela. Son muchos los escritores conocidos que han recurrido a la fotografía, bien para extraer de ella recuerdos vividos bien para expresarse de manera distinta en un lenguaje diferente. En esta línea de intervención podemos encontrar hasta principio de mayo, en la sala Sanz Enea de Zarautz, dentro de las jornadas de primavera organizada por el Fotomuseum, con su imparable labor difusora y didáctica, una exposición de imágenes tomadas por Emile Zola. En agosto de 1888 Zola ocupaba el primer puesto de las letras francesas. Pasaba sus vacaciones en Royan (Francia) y Frederic Garnier, alcalde de la localidad, le inició en la practica de algo que estaba de moda entre la burguesía: la fotografía. Tenía cuarenta y ocho años. En este inicio de su vejez encuentra una nueva mujer para su vida, Jeanne Rozerot, que, además de darle dos hijos, se convertirá en modelo preferida. Sobre su recién descubierta nueva afición el literato llegó a decir que: "no se puede pretender haber visto realmente algo si antes no se ha fotografiado". Consideraba el hecho fotográfico como un útil absoluto en las ciencias de observación. Algo que transforma todas las técnicas de representación, registro y descripción. Capaz de reproducir todo lo que ve el ojo e incluso permite apreciar aquello que no se vio. En cualquier caso se puede entender que no se trata únicamente de una naturaleza psico-química sino que constituye una forma de conocimiento a partir de la mirada, un mecanismo que se convierte en pilar fundamental de nuestra civilización. El acercamiento de Zola a la fotografía coincidió con la aparición de las cámaras de reducido formato, en concreto con la comercialización de la Kodak inventada por George Eastman. No tardó en hacerse con una decena de aparatos y tres laboratorios, donde revelaba sus negativos y tiraba sus propias copias. El pequeño tamaño y el sencillo manejo de esta maquinaria resultaba muy cómodos para la toma de instantáneas. De esta forma nuestro autor va recogiendo momentos de la vida cotidiana. Escenas que dejan atrás lo espectacular y perpetúan el todos los días. Se trata de la familia, los amigos o sus paseos en bicicleta. Fotos sin pretensiones, con la intención del recuerdo pero que finalmente han proporcionado a la historia de la cultura importantes informaciones sobre su entorno más querido, caras y paisajes, objetos y vestimentas, gustos y formas del hacer popular durante una época a caballo entre dos siglos. De un valor innegable, en algunos casos premonitorias de los enigmas espaciales que van a explorar otros autores diez o veinte años más tarde, puede ser el caso del restaurante tomado desde el primer piso de la torre Eiffel, las imágenes realizadas por Zola no terminan de plasmar criterios plásticos estrictamente novedosos. Manifiestan un tono impresionista poco evolucionado, recuerdan su vocación juvenil por el dibujo (algo que vio erigirse grandioso, no sin cierta nostalgia, en su compañero de colegio Paul Cézanne) y se encuentran muy alejadas del brillante pensamiento que dejó plasmado en sus magistrales novelas sociales .
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