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Ley de hierro

Europa, dejada a sí misma, nunca ha sido capaz de encontrar una fórmula para la convivencia pacífica entre sus múltiples pueblos y naciones. Desde sus orígenes, allá por el año 1000, Europa no ha conocido ningún siglo libre de guerras. En los lejanos tiempos de la cristiandad, la guerra era una actividad estacional: con las nevadas, se imponían las paces de Dios, treguas sagradas para recuperar fuerzas y comenzar de nuevo en primavera. Luego, con los monarcas absolutos, la guerra fue el ingrediente central de sus estrategias de dominación: los Estados vivían de y para la guerra, con ejércitos mercenarios movilizados de forma permanente, con la secuela de caudillaje, violaciones y saqueos que se puede suponer. Más tarde llegó la nación en armas, con masivos ejércitos de ciudadanos dispuestos a morir y matar por la patria. Feudalismo, absolutismo, nacionalismo: aunque nos pese. Europa ha sido la gran partera de la guerra.La causa radica en una especie de ley de hierro que domina la historia europea: la agotada inestabilidad de las fronteras establecidas. Los señores iban a la guerra para incrementar sus tierras, las leyes absolutas, para dominar sobre grandes imperios; las naciones, para adecuar sus territorios a supuestas identidades de raza o cultura. La ambición consistía en construir un gran dominio, un gran Estado, una gran nación. Y el resultado, una catástrofe tras otra: dominios devastados, Estados derruidos, naciones ocupadas por ejércitos extranjeros. Se puede escribir la historia de Europa como una historia de los preparativos, ciclos y resultados de sus grandes guerras.

Sólo la intervención de un emergente poder extraeuropeo fue capaz de poner fin al imperio de esa ley inaugurando desde 1945 un largo período de paz. Después de la Segunda Guerra, con la presencia militar de Estados Unidos en territorio europeo y la creación de entidades económicas y políticas supranacionales, se podía pensar que nunca más las disputas por fronteras entre naciones iban a dar motivo para recurrir de nuevo a las armas. Pero la ley de hierro que atenazaba a los grandes Estados se ha desplazado hacia las pequeñas naciones: si la paz en Europa dependiera hoy, como ayer, del equilibrio de poder entre Gran Bretaña, Francia, Alemania y Rusia, la crisis de los Balcanes habría degenerado ya en la tercera gran guerra de este siglo.

Pero manda Estados Unidos. Puede levantar ronchas que así sea; pueden vertirse montones de lamentos sobre la importancia de Europa para asegurar la paz entre sus naciones; pero no vale disimular: si Estados Unidos no hubiera intervenido para acabar de una vez con la guerra de Bosnia, croatas y serbios habrían encontrado cada cual su aliado y habrían extendido su conflicto más allá de sus respectivas fronteras. Hoy, ante la incapacidad política, diplomática y militar de la Unión Europea para detener a un gobierno en sus afanes de limpieza étnica, todo vuelve a depender de lo que se decida en Washington. Como ha ocurrido desde la Gran Guerra de 1914, la intervención de Estados Unidos es imprescindible para poner fin a una crisis surgida en el suelo de la vieja Europa.

La historia, sin embargo, no se repite. Y lo que ayer era guerra entre naciones europeas comienza a ser hoy preocupante rutina de una sola gran potencia que decide, con aliados o sin ellos, emprender acciones de castigo desde el aire.

En el punto al que habían llegado las cosas, y a falta de una política exterior de la UE sostenida en un ejército propio, no quedaba otra solución. Pero las hogueras de Belgrado no pueden dejar de angustiar a quienes un día soñaron con una Unión Europea capaz de garantizar por sí sola la paz entre sus múltiples naciones y hoy parece sometida a una inquietante variedad de la ley de hierro que rige su historia desde hace mil años.

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