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Muerte sin fin

"Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas)./ A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo en este nicho en el que hace 45 años que me pudro,/ y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar a los perros, o fluir blandamente la luz de la luna".Siempre me he imaginado a Cervantes o a Lope de Vega diciendo esos versos de Dámaso Alonso, los primeros de Hijos de la ira.

A ellos y también a Quevedo, a Federico García Lorca, a Calderón y a los demás escritores cuyos restos se perdieron al otro lado de sus muertes, se transformaron en esqueletos errantes, en piezas del vacío.

El caso de Lope de Vega explica muy bien las costumbres de este país tan proclive a la adulación como al olvido: falleció el 27 de agosto de 1635 y al día siguiente una comitiva de miles de personas siguió su ataúd por las calles de Madrid; la gente le arrojaba flores desde los balcones de Antón Martín o Atocha y abarrotó la iglesia de San Sebastián, donde fue enterrado en un nicho provisional después de que el escultor del propio rey, Antonio de Herrera, vaciase su cabeza en cera y su amigo y protector el duque de Sessa prometiese la construcción inmediata de una tumba y un monumento grandiosos. Pero las honras fúnebres del autor de El caballero de Olmedo duraron nueve días y después de eso se acabó todo: el duque no quiso pagar ni el panteón ni las cuotas parroquiales de la sepultura, por lo que los huesos del dramaturgo fueron arrojados a una fosa común -en la que, además, estaban los de Ruiz de Alarcón, que era junto a Góngora su más enconado enemigo-, de donde posteriormente fueron desalojados quién sabe adónde. Tal vez se los comió el perro de algún otro de sus rivales, por ejemplo, Villegas.

A Quevedo no le fue mucho mejor una década más tarde: tras sufrir una condena brutal de cinco años en el convento de San Marcos de León, acusado de la autoría de una sátira anónima contra Felipe IV, fue enterrado modestamente en Villanueva de los Infantes y con el paso del tiempo su cadáver también se mezcló con otros y desapareció. Nos sentimos muy orgullosos de nuestro Siglo de Oro, pero no sabemos dónde está.

En cuanto a Miguel de Cervantes, sus últimos días fueron igual de pobres que todos los demás y cuando expiró, el 23 de abril de 1616, lo inhumaron en el convento de las Trinitarias, en una fosa sin lápida ni inscripción, tan oscura como sus últimas líneas, las que forman la dedicatoria al conde de Lemos que puso al frente de Los trabajos de Persiles y Segismunda: "Ayer me dieron la extremaunción, y hoy escribo ésta: el tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan". Tampoco se sabe dónde fue a parar el autor de El Quijote.

Con tanto muerto sin localizar, es una buena noticia que nuestras autoridades municipales se hayan decidido, por fin, a rescatar el sepulcro de Diego Velázquez, hundido a cinco metros de profundidad bajo el asfalto de la plaza de Ramales.

Allí fue depositado en 1660 y allí se supone que sigue, en el lugar en que estaba la iglesia de San Juan, demolida en 1811 por José Bonaparte. Los historiadores dicen haber descubierto el lugar exacto donde se halla la cripta del pintor, que había sido buscada sin éxito en 1845 y en los primeros sesenta de nuestro siglo, y aseguran que la razón de esos fracasos está en los planos hechos por Pedro Texeira en el XVII, en los que modificó la situación de algunos edificios para darle perspectiva a sus planos.

Si Velázquez aparece será una forma extraordinaria de celebrar su cuatrocientos aniversario, de evitar que acabe como Goya, cuyos despojos dieron tantas vueltas que su calavera acabó siendo utilizada por unos estudiantes para calentarse en ella la comida.

Pobres genios extraviados en el fondo de un país tan proclive a saltar de la adoración al desinterés, hundidos en un pozo interminable, alejándose poco a poco de este lado del más allá "mientras la luz palpita", escribe otra vez Dámaso Alonso, "siempre recién creada, / mientras se comba el tiempo, rubio mastín que duerme a las puertas de Dios".

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