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Genes metafísicos

El indudable éxito obtenido últimamente en el descubrimiento de genes probablemente causantes de ciertas graves enfermedades parece habérsele subido a la cabeza a biólogos y genetistas. Muchos están dando el salto, a menudo mortal, de la física a la metafísica. Prueba de ello son los innumerables artículos de prensa sobre estos temas, tales como, por ejemplo, Infidelity, it may be in our genes (Time). ¿Nait-on homosexuel (Le Nouvel Observateur). Añádase a esto la constante aparición de obras que con una curiosa sincronía inciden en los mismos asuntos: Anatomy of love, de Helen Fisher; The sexual brain, de Simon le Vay o The science of desire, de Dean Hamer.Sin negar la importancia de estas investigaciones en el campo de la genética, pienso que muchos biólogos, especialmente los norteamericanos, están recurriendo con demasiada facilidad y poco rigor científico a responsabilizar a los genes o a las bases neurofisiológicas de comportamientos humanos que tienen más que ver con la sociología o la psicología que con la genética. Al mismo tiempo, muchas de estas obras suelen extremar sus conclusiones buscando más bien el impacto mediático que la auténtica investigación. Por otra parte, se detecta en Norteamérica una cierta devaluación del psiquismo, quizás debida a un empacho de psiquiatras o a un cándido retorno a un platonismo mal digerido. "La tendencia al "todo genético" -decía el periodista Michel de Precontal en Le Nouvel Observateur- contiene una buena dosis de ingenuidad, por no decir de simpleza". Esta apreciación me trae a la memoria el caso de aquel doctor Rhine -no sé si ingenuo, simple o demasiado listo- que hace unos años, en la Universidad de Berkeley (California) pretendía haber descubierto la transmisión telepática porque entre un numeroso grupo de estudiantes que intentaban adivinar los cuatro símbolos geométricos inscritos en cartas como las de una baraja que el investigador iba descubriendo sin que los estudiantes las vieran, había quienes lograban un mayor número de aciertos. Se le pasó por alto que los mismos resultados habrían obtenido jugando a la ruleta o a los dados y sometiendo las cifras obtenidas a la ley de los grandes números tras unas cuantas decenas de miles de experimentos. Como guinda de este pastel genético de difícil digestión, dos investigadores, ambos neurobiólogos, pretenden haber hallado nada menos que "el fundamento neurobiológico de la religiosidad". Se trata de la obra de A. J. Mandell, God in the brain, y The neurobiological basis of mith and concepts of deity, de E.J. d"Aquilli. El propio profesor Laín Entralgo, en su artículo Dios en el cerebro, aparecido en EL PAÍS poco tiempo después de la publicación de estas dos obras, dio una especie de aval a las aventuradas tesis de los autores sobre el fundamento genético de las creencias religiosas y de la existencia de la divinidad. Agradezcamos en principio que Laín Entralgo nos hablara del tema de la divinidad que aparte de padecer una especie de tabú intelectual no parece ser un tema de... actualidad. Decía Sartre al efecto que "la sociedad respetable cree en Dios para no tener que hablar de ello". Hablemos, pues, del tema pero con ciertas cautelas, sobre todo si tenemos en cuenta que dichas obras salieron a la luz en una sociedad como la norteamericana que camina a pasos agigantados hacia una especie de fundamentalismo cristiano y que con su voto refrenda la obligatoriedad de las plegarias en las escuelas y la preterición de la teorías evolucionistas en favor de la de la creación divina. Estos antecedentes obligan por lo tanto a recoger con bastante escepticismo tesis, supuestamente científicas, que pretenden que el machismo, la homosexualidad, la infidelidad en la pareja, y ahora, la religiosidad, tienen bases genéticas, o al menos, biológicas. Ello encerraría a los humanos en un inesperado determinismo o propiciaría justificaciones interesadas. Por lo tanto, parece poco demostrable que Dios pueda residir en algún espacio de los lóbulos cerebrales. Además, tales teorías ni siquiera son nuevas. C.G. Jung, psicólogo discípulo de Freud, aportó hace ya más de medio siglo su tesis del "inconsciente colectivo" que recogería en algún recoveco del cerebro los mitos religiosos comunes a la mayor parte de las culturas. Y todavía hay más posibles objeciones. El biólogo norteamericano Simon Le Vay expuso en su obra The sexual brain, en la que también entra en danza el cerebro, su tesis de que la homosexualidad estaba determinada por una zona del hipotálamo que afirma es de menor tamaño en los homosexuales y en las mujeres. Esta conclusión puede ser defendida pero dado que Le Vay es también figura nacional del movimiento gay no sería disparatado sospechar que en su quehacer científico pudiera estar laborando pro domo sua, sospecha que en principio podría alcanzar también a los defensores del fundamento fisiológico de la religiosidad. Puede ser, en fin, que nos encontremos simplemente ante una más de las innumerables teorías con las que desde hace siglos se ha intentado demostrar algo tan poco demostrable como la existencia de Dios. La "primera causa" o el argumento "ontológico" de San Anselmo van por ese camino. Y si al mundo de la ficción nos trasladamos, recordemos a aquel pintoresco científico, Lord Cattenden, creado por Aldous Huxley en su novela Contrapunto, que había logrado la demostración matemática de la existencia de Dios partiendo de la ecuación "m partido por cero igual al infinito". En definitiva, más vale que dejemos separados los dos campos, el religioso y el científico, y no empleemos la genética en algo que le es ajeno. La existencia de Dios, como cualquier creencia en lo sobrenatural, pertenece a una esfera personal e intuitiva que no sólo no se basa en la realidad sino que se resiste a ella. Creo que lo expresó muy bien el biólogo Julian Huxley, hermano del novelista antes citado, cuando escribió: "El científico que se pregunta por Dios es como el hombre que busca en una habitación a oscuras un gato negro que no está. El teólogo es el hombre que lo encuentra".

Ricardo Lezcano es escritor.

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