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Corrupción de la democracia

Al ministro de Industria y portavoz del Gobierno, Josep Piqué, le preocupaba mucho hace unas cuantas semanas su honorabilidad; más exactamente, le preocupaba que gentes malévolas pudieran "introducir sombras de sospecha sobre su honorabilidad". Y para disipar esas sombras de sospecha, tuvo una ocurrencia genial: en lugar de iluminar el escenario desde todos los ángulos con potentes focos, lo que hizo fue apagar la luz. Así, todas las sombras se desvanecieron: avanzando en la oscuridad nadie proyecta sombra; a costa, claro está, de andar a trompicones.Mientras él no ha hecho más que tropezar una y otra vez desde que resolvió sus dudas intelectuales sobre la conveniencia de una comisión de investigación -como dijo cuando todavía podía abordar el asunto con la simpática desfachatez que suelen exhibir quienes juegan con cartas marcadas-, la que de verdad se vuelve a dar un trompazo es la democracia. No la democracia de las grandes palabras, la del ideal de vida, sino la que se atiene a ciertas reglas de procedimiento, la que se define como poco más que control de los ciudadanos sobre los actos de gobierno. Control a término, cada cuatro años; pero también continuo, permanente, de cada día; control que garantiza un elemento sin el cual es vano hablar de democracia: la responsabilidad del Gobierno, la obligación de responder de sus actos cuando es requerido por la opinión o por sus representantes legítimamente elegidos.

Es algo tan elemental que da reparo insistir, pero puesto que se vulnera una u otra vez no queda más remedio que formular de nuevo la pregunta: si un Gobierno puede bloquear la creación de una comisión de investigación; si no responde a las preguntas de la oposición con el argumento de que carece de legitimidad para formularlas, ¿para qué queremos el Parlamento? Ésta es la pregunta que la actuación del Gobierno obliga a plantear: ¿puede seguir utilizándose el concepto de democracia política para definir las normas que rigen en España las relaciones entre Gobierno y Parlamento? Por mucho que se reduzca el contenido de la democracia, existe un límite sin el que no es posible llamar con esa voz a un sistema político: aquel en el que pueda bloquearse a gusto del Gobierno el control de la oposición sobre sus actos. Ésa fue una vieja lección que los años de Gobiernos socialistas sin verdadera oposición no hicieron más que confirmar. Al final, resultó que por no responder de sus actos a tiempo y con medidas acompasadas a la magnitud de lo que el público necesitaba y exigía saber, los socialistas tuvieron que pagar todas las cuentas pendientes más los intereses devengados durante los años en que se emperraron en mirar hacia otra parte. Recibida la lección, el PP prometió con la solemnidad del caso que fortalecería la capacidad de control del Parlamento sobre el Gobierno. No sólo no lo ha hecho, sino que a las simpáticas dudas conceptuales expresadas por el portavoz ha añadido los continuos desplantes propinados a los electores por el presidente del Gobierno.

Desplantes que suben de tono a medida que se revelan los aspectos mafiosos de las corrupciones del PP en comunidades tan alejadas como Asturias y Canarias. Hace unas semanas, el presidente se limitaba a negar a la oposición su derecho a formular preguntas y, recogiéndose la corbata, tumbaba sin más con gesto airado el micrófono. Ahora, ante la avalancha de casos, recurre a la sutil teoría del "y tú más" y amenaza con recitar cada día las treinta estaciones del vía crucis judicial en las que el PSOE purga su pasado. La cosa es gobernar sin oposición: ése fue el ideal del PSOE; éste es el objetivo del PP. Y eso, al sofocar los mecanismos de control sobre el Ejecutivo, no sólo favorece las corrupciones en la democracia, de las que vamos bien servidos en estos años, sino que es la corrupción de la democracia, de la que cada miércoles ofrece una muestra ejemplar el presidente del Gobierno en sus respuestas a la oposición.

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