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El desembarco iberoamericano

Cuando la Universidad Pablo de Olavide echó a andar, la rectora, Rosario Valpuesta, anunció su intención de tirar todos los puentes necesarios entre la institución y los países iberoamericanos y prometió que esas relaciones irían más allá del simple nombre de la Universidad. Un numeroso grupo de doctorandos, el 75% del total, ha llegado del otro lado del océano. De Colombia, de Costa Rica, de Argentina, de Honduras... Muchos de ellos tienen una larga experiencia en la defensa de los derechos humanos, en la reconstrucción de países devastados, y, en definitiva, en el intento por sacar a flote un gran subcontinente. No es fácil. Patricia Rodas ha dejado por unos meses el desastre del Mitch. Ella trabaja en la frontera de Honduras con El Salvador y, aunque su zona no ha resultado muy afectada por el huracán, es un área tradicionalmente castigada por la emigración. El límite entre ambos países es la tierra de nadie donde se refugia la pobreza que llega de un lado y del otro. "Ahora intentamos que esa gente se reinserte en todos los sentidos, que se decida de qué nacionalidad son. Ellos no saben a qué país pertenecen pero sí al que quieren pertenecer", explica Patricia. El doctorado que estudia en la Olavide tiene que ver con la construcción de un país y de una identidad. De cuestiones fronterizas sabe mucho también James Cavallero, un norteamericano-brasileño, que ha estudiado de cerca las violaciones de los derechos humanos que sufren todos aquellos que intentan atrapar el sueño americano a través de México. Son gente con experiencia en la lucha por la dignidad humana, por la libertad. En esas batallas se ha movido también Andrés Pérez Batista desde 1978. Su tarea se ha desarrollado en la ciudad de Cartagena (Colombia), uno de los destinos turísticos preferidos pero "de una gran pobreza y con barrios muy deprimidos". Por no hablar de la violencia que azota el país desde hace años y que no acaba de ver el final del túnel. "Cuando vine, dejé en Colombia compañeros desaparecidos y muertos. Ahora Andrés es un negro cartagenero que se pasea por Sevilla sin sentirse extraño. "Yo pensé que me iban a mirar más porque aquí no hay muchos negros", dice con un humor a prueba de guerrillas y paramilitares. Un lugar de encuentro Parecidas historias de luchas populares tiene Iván Marín, de Bogotá, para quien esta experiencia en la Pablo de Olavide ha supuesto un "fabuloso intercambio con los compañeros de América Latina y españoles". "Colombia se relaciona más académicamente con Estados Unidos y es importante relacionarse con España. Aquí hemos roto la leyenda negra que teníamos de España y ahora hacemos una lectura diferente". Verónica Gandini, argentina, trabaja en la Universidad de Catamarca, al noroeste del país, una de las zonas más pobres. "En la Pablo de Olavide estoy aprendiendo el análisis de los Derechos Humanos desde un doble enfoque, el teórico y las posibilidades de desarrollo. El valor de estar aquí, no es sólo hacer el doctorado sino el aprendizaje en la diversidad, las relaciones de integración e interculturales". "El encanto del mestizaje", añade Norman Solórzano, otro compañero, abogado costarricense acostumbrado a problemas de infancia y justicia. "Intercambiamos experiencias de lo que se hace en distintos lugares de América Latina. Aquí sentimos que no estamos solos ni en el dolor, ni en la lucha, ni en los sueños". Es paradójico que para formar un grupo de estudiantes latinoamericanos haya que salir de Latinoamérica", reflexiona James Cavallero, pero "no está mal que sea España el territorio donde encontrarse".

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