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Últimas voluntades

Vicente Molina Foix

Por muy grande que sea, el artista comparte con los demás humanos la incertidumbre del día en que le tocará la muerte. Por eso no conviene sacar conclusiones aventureras sobre los testamentos dejados, en forma de novela, película o sinfonía final, por esos creadores comúnmente mortales. Pero así como dicen que el que va a morir ve pasar por delante o dentro de la cabeza el desfile de su vida anterior -la leyenda lo dice, ya que en esto la base empírica resulta, a no ser que se crea en la resurrección de los muertos, poco científica-, tal vez haya un séptimo sentido en el artista que le avise de que aquella partitura, poema o cuadro que tiene entre manos será su non plus ultra. El Picasso último de los autorretratos inclementes, la alegría melancólica del Falstaff compuesto por un Verdi de 80 años, las famosas last plays de Shakespeare, y en especial esa meditación sobre la sabia vejez manipuladora que es La tempestad. Pero aquí hoy hablamos de las películas finales.Conversando una noche en Barcelona con el profesor y cineasta Doménec Font, al que el asunto apasiona, salieron en pocos minutos Siete mujeres de John Ford, Gertrud de Dreyer, Los muertos de Huston, Ese oscuro objeto del deseo de Buñuel, Salò de Pasolini, y la última ficción genial de Orson Welles, Una historia inmortal. Font y yo estábamos de acuerdo no sólo en ver un aura testamentaria en esas películas, sino en creer que sus directores las hicieron con la consciencia de la despedida. ¿Pero sabía Ricardo Franco que Lágrimas negras ni siquiera podría ser su última obra completa, por mucho que ahora sea la que cierra su filmografía?

Lo que son las reputaciones. Aunque Ricardo fue un amigo de juventud y yo me vi envuelto como testigo en alguno de los episodios de su vida que dieron pie a Lágrimas negras, he tardado en ir a verla temeroso de la fama de película deficiente, fracasada, que los que la vieron en su presentación del festival de Valladolid le han dado. No sé cómo se estará defendiendo en taquilla (éramos pocos los espectadores de un martes por la noche en los cines Renoir de Madrid), pero yo salí de esta amarga, conmovedora historia, con una alegría limpiamente ajena a la piedad o la buena intención amistosa. Y es que se trata -y algunos críticos de segunda hora así lo opinan también, como Santos Fontela en Abc o Torreiro en este periódico- de una magnífica película, en mi opinión la mejor de toda la carrera del director, e incluyo no sólo su anterior y celebradísima La buena estrella sino, de pasada, a la que se llevó el gran premio en Valladolid, Mi nombre es Joe, de ese hábil docudramista inglés, Ken Loach, al que la moda y la mala conciencia de los públicos progresistas europeos ha puesto en un lugar que no le corresponde: el de gran artista.

Yo no estaba cercano a Ricardo Franco en el tiempo en que preparó y empezó a rodar Lágrimas negras, pero la intensidad del relato, subrayada por la reducción de personajes que lo conducen, la mirada sobre el amor, ilusionada y trágica a la vez, el bien urdido conflicto entre las apariencias del arte (la fotografía) y los estragos reales de la locura, me convencen de que Ricardo, un hombre de pasión, quiso poner en ella lo que treinta años no habían conseguido borrar y su mala salud le aconsejaba contar antes de que se hiciera tarde. También es una película de mujeres importantes, distintas, y en ese sentido hay que señalar que Ricardo fue un mujeriego, no un donjuán, y por si acaso mi distingo les parece dudoso, acudo a la definición de mujeriego que da Casares en su Diccionario Ideológico: "Hombre muy dado a las mujeres". Las actrices por él elegidas responden a la entrega sentimental del cineasta, y será difícil que el espectador olvide en mucho tiempo la presencia, sobre todo, de Ariadna Gil y Ana Risueño. Lágrimas negras es una película concisa, desnuda, que perturba del modo en que lo hace el mejor arte: abriendo puertas a nuestra adormecida inquietud. Para realizarla, asistido en el más allá por Fernando Bauluz y los demás miembros del equipo que le sobrevivió, Ricardo Franco tuvo que cerrar él la puerta de su vida, pero antes dejó salir el contenido de su corazón.

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