La Agenda 2000 se olvidó del euro
Empezaron el edificio por el tejado. Ése es el pecado capital. La empresa ambiciosa elabora sus presupuestos para un periodo plurianual después de tener acabado su plan estratégico, de apostar por determinados productos, de calcular a qué cuota de mercado aspira y, a consecuencia de todo ello, de estimar la cuantía y la orientación de las inversiones. La cuenta de resultados y balance previsionales -ingresos y gastos, beneficios, dividendos y fuentes de financiación-, son el corolario final. El objetivo es lo primero, los instrumentos para obtenerlo vienen después. Y muchas veces la pelea entre objetivos e instrumentos exige replantear todas las estrategias. ¿Cómo? Aplicando el "presupuesto cero", según el cual nada está consagrado.Pues bien. La Unión Europea (UE), y en su nombre la Comisión, ha planteado el escenario presupuestario para el septenio 2000-2006, exactamente al revés, construyendo la cuenta de resultados, en vez de desde el principio, desde el final. Tomando como dato inamovible la suposición de que las fuentes de financiación no pueden exprimirse más, son inelásticas -por las reticencias de los grandes contribuyentes a incrementar sus aportaciones netas (transferencias menos contribuciones); es más, por sus exigencias de reducirlas-, se ha autoimpuesto un tope presupuestario máximo-máximo del 1,27% del PIB de los Quince, el mismo techo del paquete Delors II para el septenio que concluye a final de este año, nunca alcanzado en la práctica.
Conservadurismo o ceguera rampantes, porque la principal consecuencia es que acorrala el gasto, y además se limita a continuar vegetativamente las mismas políticas y objetivos, sin revisarlos a fondo, en aras de evitar fricciones adicionales. Peor aún. Algunos Gobiernos exigen un tope todavía inferior, menos dinero, menos Europa, contra lo prometido en la cumbre de Pörtschach, sobre todo a instancias socialistas, a saber, más Europa. Por eso, porque la Agenda 2000 escrita por la Comisión es la propuesta menos mala, los países pobres -principales, pero no únicos, beneficiarios de las ayudas comunitarias- se agarran a ella como a clavo ardiendo. Es lo que ha hecho, acertada, aunque tardíamente, el Gobierno de Aznar.
Todos parecen olvidar que los anteriores paquetes presupuestarios (Delors I y Delors II) se basaron en objetivos claros y nuevos, y que a fuer de alcanzarlos consintieron en multiplicar su volumen. Lograron duplicar los fondos estructurales para perseguir el reequilibrio territorial de riqueza, absorber las ampliaciones mediterránea y nórdica, establecer nuevas políticas (como la mediterránea o la ayuda al Este) acordes con las necesidades emergentes, y reducir el peso del gasto agrícola (la famosa PAC o Política Agrícola Común, que tanta mantequilla sobrante subvencionaba para acabar transformándola en forraje) desde el umbral del 70% al 50% del presupuesto total.
¿Es razonable que al inicio del siglo XXI la PAC siga manteniendo su peso actual? ¿Resulta social que el 3% de la población europea, el sector agrario, se lleve medio presupuesto y, además, que siga siendo hegemonizado por los productores de mayor renta? ¿Es el agrícola el gran problema europeo? ¿No habían establecido los líderes que la prioridad era el fomento del empleo, para el que resulta imprescindible la política estructural? ¿O era sólo retórica para ingenuos? ¿Debe Europa morir por una cuota láctea? ¿O bien empeñarse en que no vuelva a suceder como en la guerra de Bosnia, donde de los 48 satélites de observación utilizados 47 eran norteamericanos y sólo uno del viejo continente? ¿Resulta moral ante el Tercer Mundo y ante los consumidores, que pagan precios exagerados respecto a los precios mundiales por comer europeo, el mantenimiento -aunque sea con retoques- del superproteccionismo agrícola? ¿No es acaso más imperativo, urgente y actual fomentar la habilidad y el acceso general a la sociedad de la información, expandir la investigación y el desarrollo, inventar y financiar una verdadera política exterior? ¿Por qué estas prioridades tantas veces esgrimidas apenas se traducen en los presupuestos, rúbrica a rúbrica? La Agenda 2000 -que será empeorada, achatada, en las negociaciones del Consejo, es un proyecto de pasado, circunscrito a los límites, mentalidades, inercias y herencia política de una época periclitada.
La renuncia a una ambición de parecido alcance a la que animó la era Delors se suele justificar por el cambio de época. Por el "cansancio" del contribuyente y por la necesidad de una mayor coherencia entre los Estados miembros y la Unión. En tiempos de esfuerzo para consolidar la convergencia nominal requerida para la moneda única, los Gobiernos se imponen sacrificios presupuestarios para eliminar el déficit. Deben perseverar en esa senda, y no es lógico, se argumenta, que el presupuesto común crezca en mayor medida de lo que lo hacen los quince individuales. Este axioma encierra parte de la verdad, pero no toda, ni mucho menos.
En ninguna parte está escrito que la austeridad deba ser idéntica en todas las administraciones, ni en todos los gastos, depende de las prioridades políticas. Y, sobre todo, la reciente propuesta de "estabilización" del gasto -eufemismo para enmascarar su reducción- se revela como una cínica patraña, cuando la mayoría de los presupuestos nacionales no se equilibran por esa vía de reducir el gasto, sino por las de contenerlo y aumentar el ingreso. Y cuando el ministro de Hacienda alemán, Oskar Lafontaine, ya sugiere una política expansiva a nivel nacional como receta adecuada en vigilias de una coyuntura débil, posiblemente recesiva. ¿Por qué no a nivel europeo?
Pero no son estas incoherencias lo más sangrante. Lo peor es que la Agenda 2000 no está a la altura del presente, ni traduce en cifras un proyecto de futuro. Desde luego, los compromisos que propone para la ampliación al Este -el nuevo gran horizonte de la Unión- son vagos, volátiles y carentes de periodificación verosímil, porque casi todo se ignora de cómo y cuándo se plasmará el proceso. Estamos en la era de la moneda única, la magnífica y segunda mayor cristalización de Europa, después de la paz, a lo largo de siglos. La Agenda 2000 la ignora completamente. Por ejemplo, soslayando una posible inflexión al alza de la senda del volumen de gasto desde el año 2002, cuando el Pacto de Estabilidad habrá producido sus frutos y los Quince exhibirán superávit en sus presupuestos internos.
Pero sobre todo, una zona monetaria homogénea no puede fundarse en la huérfana soledad de una política monetaria única. Se necesita al menos otra pata complementaria para generar una política económica sin cojeras, la política presupuestaria. Obviamente, para hacer frente a las eventuales crisis asimétricas, que afecten a uno o varios Estados o regiones, acudiendo en su auxilio, operación coyuntural que por esencia carece de solución a través de los fondos estructurales, programados y periodificados a largo plazo. Pero más todavía para poder echar mano de ella -ojalá pueda evitarse, pero algún día sucederá- cuando cambie el signo de la actual bonanza y convenga vertebrar una estrategia anticíclica inclinando el policy mix del lado del estímulo de la demanda.
¿Basta para todo ello la apelación a un máximo del 1,27% del PIB, que quizá se revelara suficiente si la realidad fuese la de años anteriores y careciésemos del euro? Aunque el interrogante les parece herético a la mayor parte de los Gobiernos, resulta legítimo. El Informe Mac-Douglas evaluaba en 1977 en un 2,5% del PIB el mínimo de gastos necesarios para consolidar una situación "prefederativa", que es en la que, obviamente, estamos. Más allá de las prognosis de los expertos, contamos con el ejemplo del hermano-mayor-y-rival, los EEUU, a los que la Europa del euro se asemeja en tamaño y quiere emular en vocación de protagonismo. El presupuesto federal norteamericano supone en torno al 20% del PIB. Descontados los gastos obligatorios e ineludibles, el margen de maniobra o de reorientación de sus partidas se reduce para Washington, aproximadamente al 3,9-4%. Más de tres veces el 1,27% de la UE. Ni es prudente, ni operativo, ni posible equipararse hoy a ese guarismo. Pero, ¿por qué nadie plantea alcanzarlo en un horizonte a medio-largo plazo? ¿Tan desastrosa es la pauta estadounidense?
El Gobierno federal dispone, además del presupuestario, de otro instrumento que en el fondo es parte de este último, la fiscalidad. Washington puede variar -al alza o a la baja- figuras y tipos impositivos con relativa facilidad, según las circunstancias. Nada de eso se proponen los gobernantes europeos. Ni diseñan un recurso propio a través de un impuesto universal (o porcentaje del mismo) que internacionalice ante los contribuyentes el coste de la Unión y la haga políticamente más responsable. Ni pretenden seriamente armonizar los impuestos nacionales. Se conforman con pugnar por coordinarlos, de forma abstrusa, perifrástica, por la puerta de atrás, como sucede con el impuesto sobre las rentas del capital. E, incluso así, ya constatamos las dificultades y resistencias con que tropieza ese enfoque, plasmado en el "paquete Monti" que debería aprobarse este año. El intento de dar marcha atrás, en auténtico viaje desarmonizador, sobre la supresión de las ventas exentas de impuestos para los flujos intracomunitarios (las duty free shops) decidida en 1991, revela la hipocresía de Gobiernos que simultáneamente proclaman la necesidad de la armonización impositiva. Para mayor escándalo, se trata de ejecutivos socialistas, como el francés y el alemán, que prodigan entusiastas discursos en pro de un "polo económico" para completar el "polo monetario", e inquietudes sociales sin par.
Si eso es así, y pocas dudas parece haber de que por el momento es así, las grandes peleas nacionalistas que vamos a presenciar como capítulos de la batalla financiera entre Estados miembros ricos y pobres, Norte y Sur, ricos y ricos, agrarios e industriales, países de la cohesión y fanáticos de la ampliación al Este; y las escaramuzas para arañar un euro más, perder dos menos o quedarse como estaban, adquieren su verdadera dimensión. La dimensión miserablemente provinciana, huera de proyectos y de voluntad política, carente de amalgama e imprudentemente imprevisora que caracteriza de momento a esta generación de líderes.
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