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Reportaje:

Ruta por los templos juveniles del alcohol

"El 70% del cuerpo es agua. Ya está bien, ¿no?", reza un anuncio. Los gurús de la publicidad han dado otra vez en el clavo: el cartel de whisky ilumina un pub de Madrid, un sábado por la noche, y los jóvenes bebedores recogen la sugerencia del anunciante. Hay que equilibrar esa balanza a fuerza de copas, de cervezas o de chupitos.La plaza de Barceló, en el centro geográfico de Madrid, es uno de templos de los seguidores de esta religión etílica. Allí se busca invertir los porcentajes entre alcohol y agua en el cuerpo. En los bordes de Barceló quedan aparcadas muchas convenciones sociales.

"Quedamos a las ocho y media de la tarde, ponemos cinco chapas cada uno [500 pesetas] y nos ponemos hasta el culo de calimocho [vino con coca-cola]", explica Daniel, un chaval de 18 años que recibe de sus padres una paga de 2.000 pesetas a la semana. "Menos mal que hay abuelos", apostilla su compañero Julián, de 19 años. Las "mil pelillas" que les dan de cuando en cuando se antojan imprescindibles para llegar al final de la noche.

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Igual que cualquier domingo por la tarde se sabe que se está pasando cerca de un estadio de fútbol por el eco del ronco murmullo de los aficionados, una noche de fin de semana, el indicio de que se está llegando a una plaza como la de Barceló es el mismo. La cartografía de Barceló señala también a personajes extraños, aquellos que no están invitados. Son los policías, los enfermeros del Samur y los mendigos. Es decir, todo aquél mayor de 25 años. Barceló es el reino de los adolescentes, el calimocho y las hormonas. De cuando en cuando también pasa alguien con una guitarra. Pero ese no es ni el único lugar en el que los adolescentes van a beber.

Si en Barceló los niños de clase media beben para salir del aburrimiento del barrio y explorar por primera vez el mundo lejos de la mano de sus padres, en la plaza Dos de Mayo el panorama es bien distinto. Allí, la izquierda joven y veinteañera hace culto de la estética del desorden -la moda okupa-, y se festeja a sí misma: tienen conciencia de clase. Beben, por supuesto, pero no el calimocho de Barceló. En el Dos de Mayo toman cerveza y hachís, rodeados de graffitis y hablan en voz baja.

El paisaje resulta tan peculiar que se puede ver, por ejemplo, cerca de la medianoche a un padre de familia malagueño mostrándoselo a sus atónitos hijos. "Ahora nos vamos a la Gran Vía, que es un ambiente distinto", les dice.

Los más pijos, amantes de la simetría y las marcas en inglés, prefieren otros sitios. Los parques de la Avenida de Brasil, por ejemplo, cerca del estadio Santiago Bernabéu. Allí las estrellas son los combinados, sobre todo whisky con coca cola y gin tonic. "Charlamos, nos ponemos al día de nuestras cosas y nos sale más barato que el bar", explica Antonio, de 21 años. "No seas cínico", le increpa Eva: "Venimos a beber".

Luego, alrededor de la una de la mañana, se introducen en la oscuridad del Tatoom, el Bolshoi o el Moby Dick para bailar. Incluso puede que se acerquen a ver un poco de can can en el Cheyenne.

Cambia el mapa y cambian los personajes. Queda la bebida. Beber es normal, coinciden todos: beber es bueno. Sonia, de 21 años, se pelea con un alcoholímetro instalado en un bar, cerca de la plaza de Barceló. El marcador indica 2,3 puntos; el límite para conducir está en 0,8. "No es posible", le dice a la máquina mientras se ríe, "sólo he tomado un dyc con coca-cola".

"A mí me rallan esos que se ponen chulos, diciendo que sin alcohol se divierten igual. Es mentira", analiza Carlos, de 17, y suelta una carcajada. "El alcohol te afloja, te abre, es fantástico". Carlos y sus amigos están celebrando que su banda de rock, Faerun, ha consiguido un concierto para tocar en abril.

Una pareja de policías municipales se pasea inadvertida, como en otra dimensión, entre los chavales. El consumo de alcohol en la vía pública está prohibido, pero ellos no hacen nada. "No podemos entrar aquí a palos, provocaríamos un desastre", reconoce uno de los agentes. "La verdad es que lo mejor es dejarles en paz". Su compañero tercia: "Además, si interviniéramos, seguro que podrían con nosotros".

La fiesta de Barceló recibe un golpe de muerte a la una y media de la madrugada. Es la hora del último metro, la hora en que muchos deben volver a sus casas. Después, la fiesta agoniza. A las cinco, algunos intentan jugar un partido de fútbol con botellas de plástico vacías en la explanada. Son partidos improvisados, con contrincantes desconocidos cuyas caras no recordarán al día siguiente.

El camino a casa es largo y aburrido. Bajar es lo peor. Sólo queda la satisfacción por haber obedecido a la publicidad del whisky. Han ganado.

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