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ABUSOS EN LA CAPITAL DE LOS DERECHOS HUMANOS

Diplomáticos de la ONU, acusados de explotar a esclavos

150 casos desde violación y acoso sexual hasta malos tratos o salarios miserables.

Berna González Harbour

El hombre que está buscando la paz en Angola escondía en su residencia de Ginebra a una esclava: una empleada doméstica sin papeles, desnutrida, enferma, sin sueldo, sin vacaciones, con un horario de trabajo de 16 horas al día y siete días a la semana. Issa Diallo, representante especial de la ONU para Angola, acaba de ser condenado por explotar a la ciudadana etíope Negushe Birle Zewudinesh, según ha confirmado su abogado, Raymond de Morawitz

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Ella fue rescatada de la residencia de Issa Diallo por el Sindicato Sin Fronteras (SSF), una organización suiza que defiende a los empleados domésticos que trabajan en penosas condiciones en casas de altos funcionarios de la ONU o de diplomáticos acreditados ante la ONU precisamente en Ginebra, sede de los derechos humanos. Sobre la mesa, 150 casos contra diplomáticos acreditados en Suiza que abarcan: violación, acoso sexual, malos tratos, un secuestro, la retención de pasaportes, la prohibición de abandonar la casa, horarios salvajes, impago de seguridad social o sueldos miserables. Ningún continente se salva. Los expedientes judiciales (algo más del centenar) tocan a misiones diplomáticas tan dispares como la sueca o la libia; a representantes de India, Nigeria o Bangladesh. Sin llegar a los tribunales, en un grado de mediación, se suman otros casos, como el que afecta a la misión española ante la ONU. Hay muchos casos que ponen los pelos de punta. Los considerados como "esclavos" por este sindicato son unas quince personas que han tenido que huir o ser rescatadas de sus lugares de trabajo durante alguna corta ausencia de sus jefes. La mayoría de ellos no hablan francés, se han visto obligados por sus jefes a firmar papeles llenos de palabras "que no entendían", y no quieren hablar ante la prensa, ni mucho menos verse retratados en una foto. Pero Ram Roop sí lo hace. Es un muchacho flaco que desconoce su edad, vendido por su familia a un diplomático indio que le trajo a Ginebra para trabajar en su hogar. Tenía más o menos 14 años cuando Emmanuel Barwa, consejero de la misión de la India ante la Organización Mundial del Comercio en Ginebra, le sepultó en su casa para que la hiciera brillar a cambio de un plato de arroz al día. Fue en 1992. Hoy, Ram plancha de maravilla, cocina cualquier plato y friega rápido, pero, sobre todo, tiembla cuando lo cuenta.

Al verle tan delgado, nadie podría creer que ha superado ya la desnutrición que le llevó a escaparse de esa casa el 9 de abril de 1996, desorientado, sin rumbo, con unas zapatillas destrozadas y unos pantalones remendados con puntadas gruesas por sus propias manos. La misma ropa con la que llegó. La guarda en una bolsa de plástico en la casa donde vive desde su rescate, bajo protección del SSF, hasta que su caso se resuelva en los tribunales. "La señora comía chocolate, pollo, carne, cordero, lo que fuera. Cerraba la despensa cuando se iba, y me vigilaba mientras yo cocinaba para que no comiera nada. Cuando terminaba, se llevaba la cazuela y la encerraba en una habitación. Yo tenía derecho a una taza de té con tres trozos de pan por la mañana, y un cuenco de arroz y unas patatas por la tarde", cuenta Ram.

A cambio de su trabajo, su jefe debía ingresar a su familia en Nueva Delhi 18.000 pesetas al mes. "Muy de vez en cuando, si la señora estaba de buen humor, me daba un trozo de carne. Cuando se enfadaban, me pegaban, me tiraban del pelo, me tiraban al suelo. Yo tenía hambre, lloraba mucho, y un día que la señora estaba de viaje y el señor trabajando, me fui. Salí a la calle. Unos policías me pararon".

Ese día, Ram Roop estiraba sus 45 kilos de peso en un cuerpo de 161 centímetros de estatura, según el informe elaborado por el Hospital Universitario de Ginebra. Padecía dolores en el tórax, cefaleas frecuentes, vértigos, insomnios, náuseas, pérdida de apetito y una fuerte conmoción al evocar el aislamiento padecido durante cuatro años, un estremecimiento que conserva ahora mismo. El diagnóstico fue desnutrición y estado de ansiedad. Además, se le aplicó un tratamiento de prevención de la tuberculosis debido al peligro de contagio que había sufrido en casa de Barwa. La policía constató en su informe que Emmanuel Barwa rehusó entregar los papeles de Roop "indicando que era su sirviente y su propiedad."

El diplomático, ahora cónsul indio en Birminghan, ha sido condenado a pagar 10 millones de pesetas a Ram Roop por atrasos salariales, lo que aún no ha hecho, y tiene pendiente el juicio por delito de lesiones, según su abogado, Jean Pierre Garbade.

Su caso es parecido al de Zewudinesh, la ciudadana etíope empleada por Issa Diallo. Para comer, el alto funcionario de la ONU le daba los restos de su comida. Para dormir, un desván sin ventana en el que también guardaba sus maletas y cartones. Allí se alojaba Zewudinesh, sin más mueble que un camastro y ningún armario para guardar su ropa. De seis de la mañana hasta las diez de la noche, 4.300 pesetas al mes.

"La señora me trataba como a un perro, no me dejaban ni acercarme a la puerta. Me di cuenta de que no era normal cómo trabajaba, pero no sabía a dónde ir si me arriesgaba a salir", cuenta Zewudinesh, de 36 años, que aún se inclina reverente cuando habla, a través de un intérprete, con una persona blanca. "Pero luego enfermé. El corazón iba mal, la cabeza no me funcionaba y no podía seguir". Por ello buscó un teléfono que alguien le había deslizado en su maleta en Etiopía, antes de partir, por si surgía algún problema, y al otro lado de la línea surgió el hombre que hoy la acompaña, un etíope afincado en Suiza desde hace 17 años. Éste contactó con el SSF, y juntos organizaron su rescate el 9 de diciembre de 1997, un año y nueve meses después de llegar.

Pocos meses después, en agosto pasado, cuando el caso empezó a moverse en los tribunales, su jefe fue alejado de su cargo en Ginebra (director de la División de Conferencias) y llevado muy lejos: a Angola. En el proceso ha presentado como prueba un documento en el que Zewudinesh supuestamente afirma haber cobrado un sueldo digno, pero su firma es una especie de Y que ella misma no reconoce como suya. Acaba de ser condenado a pagar una indemnización de un millón de pesetas, una sentencia ya recurrida por su abogado, Raymond de Morawitz, que solicita 15 millones por varias acusaciones, incluido daño moral.

"Y todo esto ocurre en la ciudad que es sede de los derechos humanos, donde se pronuncia un discurso sobre derechos humanos cada 60 minutos", asegura un portavoz del Sindicato Sin Fronteras. Ante la gravedad y el

aumento de las acusaciones se ha creado en Ginebra la Oficina de Soluciones Amigables, un órgano de arbitraje que intenta detener la explotación y llegar a arreglos antes de los tribunales. No obstante, los activistas consultados sostienen que su trabajo es más bien evitar el escándalo y no perseguir las injusticias hasta el final, y acusan a las organizaciones de la ONU de pasividad ante los casos. Un portavoz del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos confirmó a EL PAÍS que no existe ninguna intención de investigar estas denuncias en Ginebra, ya que las competencias de esta oficina son otras.

Repetidas violaciones

Pero los expedientes siguen sumándose, y sobre la mesa del Sindicato Sin Fronteras hay varias acusaciones de acoso sexual y, sobre todo, la más grave en este terreno, de una violación. El embajador de Nigeria ante la ONU en Ginebra, Ejoh Abuah, ha sido acusado de constante acoso sexual y repetidas violaciones por su empleada Erlinda Roman, filipina de 47 años. La última vez fue el pasado mes de agosto. "Me llamaba cuando acababa mi trabajo y me decía: "ven a darme la mano". Y una vez así, todo comenzaba de nuevo...", consta en su declaración, interrumpida varias veces por las lágrimas. "El embajador se sentaba a la mesa con la bragueta abierta y su sexo en erección y me llamaba para que le sirviera. Todo esto siempre mezclado con amenazas de quitarme el permiso, el de mi marido, y me pedía al menos una felación". Ésta es sólo una parte de su escabrosa declaración. Fueron varias violaciones, y hoy están en los tribunales. Entre todos los casos que maneja el mencionado sindicato, unos 30 ya se han cerrado. Otros, como el del sueco Christer Manhussen, hoy cónsul de su país en Brasil, condenado a pagar 23 millones a una empleada colombiana, siguen su largo camino contra la inmunidad y el alejamiento de los acusados a otros países, lo que dificulta y encarece el seguimiento hasta el final. Pero todos coinciden en que sus denuncias han abierto una brecha que mejorará el terreno en el futuro. En palabras de un chófer marroquí de una misión ante la ONU en Ginebra, 61 años, afectado, "para mí es demasiado tarde, pero tal vez lo arreglemos para las futuras generaciones".

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Sobre la firma

Berna González Harbour
Presenta ¿Qué estás leyendo?, el podcast de libros de EL PAÍS. Escribe en Cultura y en Babelia. Es columnista en Opinión y analista de ‘Hoy por Hoy’. Ha sido enviada en zonas en conflicto, corresponsal en Moscú y subdirectora en varias áreas. Premio Dashiell Hammett por 'El sueño de la razón', su último libro es ‘Goya en el país de los garrotazos’.

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