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El mundo según Davos

La élite global existe y se reúne cada año, a finales de enero, en Davos, una pintoresca estación de esquí en los Alpes orientales suizos. Allí, encerrados durante seis días en un búnker de congresos y en los hoteles de la localidad, los ricos y poderosos del mundo discuten el estado de la cuestión e intercambian ideas sobre cómo resolver los problemas del mundo y, de paso, los suyos. También asisten -asistimos- a la reunión de los "Fellows", seleccionados por el Foro Económico Mundial entre científicos, académicos, intelectuales, escritores, artistas y líderes sociales, para proporcionar materia de reflexión al encuentro. Y cientos de periodistas encargados de transmitir al mundo lo que ahí sucede, aun dentro de reglas bastante estrictas de respeto del off the record. El tema de este año era La globalidad responsable. Y es que hay consenso en que el proceso de globalización se está desarrollando de forma irresponsable, en el sentido literal de la palabra. O sea, sin que nadie tenga control o responsabilidad sobre el mismo. Se considera asimismo que sus efectos son cada vez más perturbadores en casi todo el mundo, cuando, después de la crisis mexicana y del hundimiento del milagro asiático, se han producido la bancarrota de Rusia y la devaluación del real brasileño, que amenaza la estabilidad económica latinoamericana. Se constata que la globalización es imparable. Es un proceso objetivo, y fuera de ese proceso sólo hay marginación económica, al menos en el marco de la economía de mercado, que al final se ha impuesto como forma universal. Pero el consenso se detiene ahí. En cuanto se trata de encontrar fórmulas para hacer frente a los problemas suscitados por la globalización, los intereses dividen, las situaciones propias sesgan la receta, las ideologías chocan y la intensidad de la implicación en la búsqueda de nuevas políticas depende de la intensidad con que se viven los problemas. No puedo decir quién dijo que porque lo prohíben las reglas de Davos, pero sí puedo contar lo que, desde mi apreciación subjetiva, saqué en conclusión. La opinión dominante es que, en lo esencial, aunque sería deseable controlar la globalización, no se puede hacer sin quebrar el mercado, sin resucitar la excesiva intervención gubernamental y sin espantar a los innovadores, que crean la tecnología, y a los inversores, que ponen el dinero. La idea, en principio mayoritaria, de avanzar hacia una nueva arquitectura de regulación internacional, choca, cuando se intenta concretar, con la oposición de Estados Unidos y del Fondo Monetario Internacional, el rechazo de las grandes empresas financieras y de los mercados bursátiles y el desacuerdo profundo entre Gobiernos y entre técnicos sobre en qué podría consistir esa regulación. Se aceptan algunas fórmulas limitadas, como el control de la entrada de capitales especulativos a corto plazo, a condición de que el control se haga mediante mecanismos fiscales e incentivos de mercado, según la fórmula chilena, pero no yendo tan lejos como los controles malayos o chinos. Se coincide en exigir transparencia informativa sobre la situación económica y financiera de países y empresas. Y se pone el acento en la legislación que permita a los inversores recuperar su dinero en caso de crisis o devaluación. Es decir, lo que se entiende por regulación es cómo salvar a los inversores globales, evitar que se metan en un lío y ayudarles a salir del lío una vez que se hayan metido. Pero nadie piensa que se puedan controlar los mercados financieros globales, determinantes de las economías, una vez que turbulencias de información, no leyes económicas, desencadenan gigantescos desplazamientos de capital en un mundo electrónicamente interconectado y con transacciones financieras casi instantáneas. Los ejemplos de China e India, economías relativamente a salvo de los impactos de la crisis asiática hasta ahora, se descartan por tratarse de economías cuya conexión global es todavía muy limitada. Ya les tocará la hora cuando, para desarrollarse, se globalicen de verdad. Así que, en último término, parece que hay que instalarse en la volatilidad financiera y en la inestabilidad económica, y aprender a vivir en ese mundo incierto y arriesgado, pero creativo y con potencial de ganancia. Y, de momento, hay que replegar la inversión sobre los mercados financieros de Norteamérica y la Unión Europea, siendo mucho más selectivo y cuidadoso con los mercados emergentes, o sea, el resto del mundo menos Japón. Japón sigue siendo el punto de peligro. Demasiado incontrolable para fiarse de su evolución, pero demasiado importante para poder ignorarlo. En el fondo, lo que traslucía en Davos era una cierta confianza de que los países más avanzados siguen siendo capaces de vivir, crecer y, para la mayoría, disfrutar del mundo como es. La imparable expansión de la economía estadounidense, que creció a más del 5%, sin apenas inflación, en el último semestre, y que está creando una media de 250.000 empleos nuevos por mes, parece asegurar una reserva inagotable para el capitalismo mundial. La continua ascensión de valores bursátiles en Wall Street, empujada por la espectacular valorización de las acciones de las empresas de Internet y de alta tecnología, sigue desmintiendo, en la práctica, las previsiones catastrofistas. La Unión Europea no participa del mismo dinamismo, pero la euforia asociada con el éxito del euro y la estabilización política resultante de las últimas elecciones en los principales países, parecen situar a Europa al abrigo de una crisis. De modo que el lado oscuro de la globalización se sitúa, sobre todo, en el drama humano que para cientos de millones de seres representa -y esa responsabilidad se transfiere a las instituciones internacionales humanitarias, a las religiones y a la filantropía- un tema recurrente entre algunas de las más destacadas figuras empresariales. Por otro lado, se espera que la promesa tecnológica, con tecnologías cada vez más potentes y más baratas, que se difundirán entre toda la población, contribuya decisivamente a resolver los problemas. De modo que, aun aceptando que estamos en una tormenta de transición a un nuevo orden económico internacional caracterizado por el desorden como forma de vida, se confía en que el dinamismo del sistema tecno-económico que hemos creado supere por sí mismo las actuales contradicciones. Y cuando haya crisis sociales, económicas, políticas, habrá que tratarlas con fórmulas específicas para cada una. O sea, que revolución tecnológica, globalización económica, liberalización sostenida, filantropía caritativa, estabilidad geopolítica cogestionada por los países poderosos, la ONU y la OTAN, repliegue sobre los mercados centrales, incorporación selectiva y controlada de economías emergentes y tratamiento pragmático y específico de las crisis cuando y donde vayan surgiendo. Ése es, según yo, el mundo según Davos.

Manuel Castells es catedrático de la Universidad de Berkeley (California) y del CSIC (Barcelona).

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