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Reportaje:

El modelo de administración guerrillera en Colombia

Los rebeldes de las FARC aplican su ley en un territorio de 42.000 kilómetros cuadrados desalojado por el Ejército regular.

Juan Jesús Aznárez

"Señor, ¿aquí se resuelven los problemas de maridos que se portan mal?", preguntó una mujer al guerrillero Camilo, jefe de prensa en la casa cural de San Vicente del Caguán, administrada por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) desde que el presidente, Andrés Pastrana despejara militarmente 42.000 kilómetros cuadrados durante 90 días para abrir el proceso de paz. El mandatario concedió tres meses más después de que la guerrilla congelara el diálogo, a la espera de acciones concretas del Gobierno contra los paramilitares. Los rebeldes no parecen tener prisa: adoctrinan, intimidan, reclutan, solucionan cobros de deudas, disputas de negocios y líos familiares, y aplican su código penal en las calles de San Vicente. Barrerlas es el castigo más frecuente.

Pocos días después de que Pastrana se manifestara decidido a crear una mesa de conversaciones con los grupos paramilitares diferente a la ofrecida a las FARC y al Ejército de Liberación Nacional (ELN), Manuel Marulanda, Tirofijo, plantaba por segunda vez al jefe de Gobierno: las FARC se ausentan hasta que el Estado demuestre con hechos la prometida persecución de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC, paramilitares).

Ha quedado claro, hasta ahora, que la agenda la marca la longeva guerrilla, y lo hace contra el criterio de un mando castrense progresivamente soliviantado por cesiones que interpreta como claudicaciones. Estados Unidos, que observa con la vista puesta en un eventual acuerdo sobre erradicación de cocales, apoya a Pastrana.

El primer interés de la insurgencia es forzar medidas contra el paramilitarismo, y canjear a los muchos policías y soldados en sus manos por otros tantos milicianos sujetos a proceso. El Gobierno, a cuyo titular los críticos le imputan improvisación y una audacia carente de estrategia -"un himen excesivamente complaciente ante la presión guerrillera", según los reproches más faltones-, reanudará el diálogo con las FARC el próximo 20 de abril, y estudia la desmilitarización de otra porción del territorio nacional, como ha pedido en Caracas el ELN, movimiento que reclama los beneficios disfrutados por las FARC.

Al mando político investido en junio del pasado año se le amontona el trabajo, y sería ilusorio albergar demasiadas esperanzas acerca de la solución de un conflicto de casi 40 años, imposible de pacificar a tiros porque la correlación de fuerzas y los grandes intereses en juego lo permiten aún menos ahora que hace 10 años. "La paz está a la vuelta de la esquina, el problema es que no se ve la esquina", comenta un periodista local. Y el 61% de los consultados en una encuesta de Gallup apuestan por una paz barata, sin demasiadas concesiones, sin repúblicas independientes. Los anteriores Ejecutivos fracasaron estrepitosamente. Pero el dirigido por Pastrana aborda fórmulas nuevas, arriesga alternativas sometido a fuego graneado desde el Ejército, el empresariado, los paramilitares, la propia guerrilla o el análisis político más escéptico.

Los tropiezos y humillaciones encajados por el presidente durante los tres primeros meses de distensión, caracterizados por concesiones gubernamentales tenidas por graciosas, sin contraprestaciones, no son, de momento, fatales, y la historia nacional puede registrarlas como inevitables si Colombia culmina este complejísimo proceso sin el rompimiento del Estado, con el himen a salvo.

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"Pedirle al Estado que solucione el problema paramilitar hoy, como condición para descongelar las conversaciones, es mantener el diálogo eternamente, y las FARC y el ELN lo saben", opina Rafael Nieto, consultor en derecho internacional humanitario, para quien la clave es un acuerdo simultáneo con todas las partes.

Las FARC, de entrada, van a por todas porque se sienten fuertes: exigen reformas de las estructuras del Estado desde sus cimientos, meta de improbable consecución porque supera las capacidades del Ejecutivo, y algunas de estas reformas deberán ser abordadas con intereses privados y poderes contrarios a un diálogo que necesariamente revisará a la baja sus prerrogativas.

"La negociación exige reformas económicas y sociales, no sólo políticas, y es necesario que las élites se dispongan a asumir ese costo", piensa el analista y profesor universitario Jaime Zuloaga. De momento, esas reformas distan de haberse abordado, ya que ni siquiera existe una agenda de trabajo, y las discrepancias sobre la conveniencia de las cesiones abrieron un nuevo foco de discrepancias. Coexisten en la Administración, y en el propio Gobierno, criterios que secundan la paciencia de su presidente, y la conveniencia de digerir algunos sapos, y otros proclives al endurecimiento de posiciones. Entre estos últimos figuran el ministro de Defensa, Rodrigo Llereda, y el generalato.

La militarización de las fronteras de Perú con Colombia, dispuesta por el presidente Alberto Fujimori para evitar infiltraciones, y las declaraciones del presidente peruano en Washington, criticando las acciones del Gobierno colombiano, dañaron las relaciones bilaterales, condujeron a una protesta diplomática de Bogotá, y demuestran que la cómoda hegemonía de la guerrilla en cinco municipios preocupa al vecindario extranjero.

"Si el presidente advirtió que asumiría la conducción personal de la paz, más vale que comience a hacerlo ya. Porque la cosa se agrieta a velocidades alarmantes", sostiene el analista Enrique Santos. Otras lecturas de la situación son definitivamente catastrofistas. Antonio Caballero escribe en la revista Semana que la guerrilla no quiere la paz aunque hable de ella, y los otros actores, tampoco: los políticos, los ricos, los militares, y los paramilitares, a quienes define como la expresión armada, a sueldo, de todos ellos. "No es que no quieran hacer la paz con la guerrilla (...) La harían si sólo les costara unos taxis para reinsertados y una constituyente más, como quien está dispuesto a tomar aspirinas para bajar la fiebre". Curar la enfermedad que produce la fiebre sería "renunciar a seguir haciendo del país su exclusivo botín político y económico, y a eso no están dispuestos".

La política de paz del Gobierno, afirma el mismo comentarista, no está pensada para que tenga éxito, sino para la galería, "y es apenas el reflejo de esa farsa del establecimiento, al cual representa".

"El llamado proceso de paz está muerto, y nació muerto. El que sepa rezar, que rece", advierte.

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