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Desde la playa

IMANOL ZUBERO Que un grupo de alcaldes y concejales vinculados ideológicamente entre sí se reúnan con el objetivo de constituir un foro de trabajo con voluntad de permanencia en el tiempo puede parecer bien o mal, pero no es ninguna amenaza a la democracia. No entiendo que alguien pueda escandalizarse porque unos partidos nacionalistas pugnen por realizar sus intereses nacionalistas. Durante dos décadas, un terrorismo practicado en nombre de objetivos nacionalistas provocó la renuncia del nacionalismo democrático a mezclar sus votos con los de quienes apoyaban la violencia (por cierto, merecen un reconocimiento por ello). Con la desaparición del terrorismo los partidos nacionalistas pueden jugar sin tapujos a la aritmética parlamentaria, la misma a la que con tanto alborozo juegan todos los partidos. Es cierto: desde Lizarra, todo lo que están haciendo los partidos nacionalistas es trabajar por sus intereses nacionalistas (otra cosa es que ellos crean que trabajan por los intereses de todos, nacionalistas o no). Pero mientras lo hagan, como hasta ahora, en democracia, incluso aprovechando las fisuras y ambigüedades del sistema, lo único que cabe hacer es proponer a la ciudadanía otros intereses y otras estrategias. Entre los dichos y los hechos igual puede mediar un suspiro que un abismo. Que los deseos se encarnen en realidades no depende del vigor con que se deséen, sino de la capacidad para conectar tales deseos con las condiciones históricas y las voluntades ciudadanas. Creo sinceramente que el objetivo clásico de todos los nacionalismos de hacer coincidir en un mismo territorio soberanía política, control económico e identidad cultural es una reivindicación de pasado, no de futuro. Empeñarse democráticamente en su consecución es un error, pero es un error democrático. Del mismo responderán aquellos que se empeñen en hacer posible lo imposible (o en hacer imposible lo posible). No entraré en el juego de barajar futuribles, último recurso de quien ha perdido el control del presente. Qué sea lo que resulte de esta historia sigue dependiendo de lo mismo que ha dependido siempre: de la razonable voluntad expresada democráticamente por una sociedad que ha demostrado con creces su capacidad de autodeterminación en multitud de ocasiones. No se trata de genética sino de política. La reunión de Pamplona no podrá ser embrión de nada que no sea efectivamente asumido por la ciudadanía vasca. Esta sociedad lleva años mostrando a las claras que nadie va a llevarla a donde no quiera ir. Mientras tanto, sobran agoreros y plañideras. Invocar espíritus muertos o conjurar catástrofes no es propio de responsables políticos. Hasta el momento, son los nacionalistas los únicos que parecen saber qué es lo que quieren y cómo quieren conseguirlo. El resto de fuerzas políticas se limita a repetir patéticos llamamientos a recuperar el espíritu de Ajuria Enea, llegando al absurdo de pretender forzar una nueva convocatoria de la Mesa, como si tal cosa pudiera lograr otra cosa que no sea dar la puntilla a un cadáver político que lo único que pide es un entierro digno y formal. Sin violencia, la sociedad vasca cada vez se mostrará más escéptica ante discursos y programas que busquen movilizarla enarbolando como bandera contenciosos y conflictos que no sean vitalmente experimentados como tales. De igual manera, sin violencia esta sociedad no prestará atención a quienes sólo ofrezcan como alternativa el anuncio de futuras calamidades. El Scila de la independencia se enfrenta al Caribdis de la Constitución. Dos colosos frente a frente en medio de un mar embravecido. En su pugna por alejar al País Vasco del escollo adversario nadie parece percatarse de que están provocando remolinos y resacas que podrían hacer naufragar a otra sociedad menos madura que la vasca. Afortunadamente, hace ya tiempo que esta sociedad decidió que a Itaca se llega mejor por tierra. Ahí se queden los dos pedruscos. Contemplemos desde la playa su tozuda insistencia en salvarnos de nosotros mismos.

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