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Ámbitos

El fin de la violencia política, todavía no conseguido pero, sin embargo, previsto y, desde luego, deseado en toda España, alivia la convivencia entre los ciudadanos, pero no resuelve todos sus problemas. Más aún, algunos problemas se plantean hoy de modo más complicado que antes. Aunque la situación política en el País Vasco y en toda España ha mejorado sustancialmente -pues no es lo mismo la política como crimen que como confrontación de ideas-, no se deduce de ahí que la confrontación de ideas se vaya a suavizar, sino que, por el contrario, se puede volver más áspera. Cuando Clausewitz incluye en un género común política y guerra, a quienes menos convence es a aquellos que han padecido la política de la muerte. Pero eso no nos libra de entender el ejercicio de la política como una realidad complicada que abre futuros inciertos y confusos. La paz, apenas atisbada, viene ya acompañada de un frente nacionalista y de un objetivo político que desde ese frente se proclama: un cambio en el ámbito de decisión, que llaman soberanísimo. Esto, que estaba anunciado en el "plan Ardanza" y que desemboca en el de "Lizarra", supone la descalificación tanto del marco de legitimidad formado por la Constitución y el Estatuto cuanto del marco de diálogo de la Mesa de Ajuria Enea. Si añadimos a esto procesos como el que se esboza tras la Asamblea de Municipios o provocaciones como la designación de Josu Ternera para la Comisión de Derechos Humanos del Parlamento vasco tendremos descrito el nuevo panorama en el que la lucha política se plantea.

En este campo de incertidumbre que se nos abre hay que distinguir lo que queremos que ocurra, pues la política consiste en querer algo y en actuar para que nuestro proyecto triunfe, y lo que, lo queramos o no, deberíamos aceptar si ocurriera, pues la política es reconocer lo que sucede y respetar la voluntad de los demás. Vamos a empezar exponiendo los argumentos del proyecto político propio en la situación presente -lo que queremos- y habrá que dejar para más adelante cuáles serían las condiciones democráticas de la aceptación del proyecto contrario -lo que debemos aceptar- en el caso de que éste se fuera imponiendo, en todo o en parte.

El ámbito de decisión ("ámbito vasco" es la consigna nacionalista) sugiere, por una parte, algo variable y móvil: decidimos en cada momento lo que queremos; por otra parte, sugiere algo estable: hemos decidido ya un campo de convivencia que tenemos que respetar. Un campo variable y móvil en el que decidimos en cada momento. Pero ¿quiénes decidimos?, porque no hay un ámbito único de decisión variable y móvil. Los ciudadanos -los ciudadanos vascos en el caso presente- tenemos muchos ámbitos, y no solamente uno, para decidir. Así, existe un ámbito de decisión municipal, dentro del cual deciden los ciudadanos donostiarras y no los bilbaínos, y viceversa. Del mismo modo, existe un ámbito provincial o de territorio histórico. Pero también, con la misma lógica, habría que distinguir los problemas que los ciudadanos vascos debemos decidir como los nuestros específicos -en sentido estricto, éste sería "el ámbito vasco de decisión"- y aquellos otros en los que los ciudadanos vascos decidimos, porque así nos parece bien, junto con otros ciudadanos españoles; y también aquellos en los que los ciudadanos vascos decidimos, junto a los otros españoles y al resto de los ciudadanos europeos. Esta exposición está deliberadamente simplificada, pues nadie puede decidir, ni siquiera dentro de su ámbito específico, sin tener en cuenta a los demás: por solidaridad, por cooperación y por sentido de pertenencia a una comunidad internacional. Pero la simplificación sirve para ilustrar la incorrección de la conclusión nacionalista cuando, al subrayar el ámbito vasco de decisión, niega la legitimidad de los ámbitos más amplios, al mismo tiempo que pretende englobar a los menos amplios. En suma: el único sentido que para un no nacionalista puede tener el ámbito de decisión es el de que un ciudadano vasco acepta que no es válido que determinados problemas -los españoles, los europeos- sean resueltos sólo por la voluntad de los ciudadanos vascos, sin tener en cuenta que su decisión debe integrarse con las de otros ciudadanos junto con los cuales está comprometido. Y para formar mayorías y minorías no siempre los vascos formamos bloque. Pero el ámbito no es razonable que sea interpretado como algo voluble -no es solamente variable y móvil- porque la política es también un compromiso a mantener: una convivencia comprometida. Para los no nacionalistas, la política debe construirse aceptando un marco de legitimidad, que es la Constitución. Hoy, las constituciones son textos cada vez más jurídicos y menos programáticos, pero esto es compatible con interpretaciones abiertas. De este modo, la Constitución española no puede entenderse sin el conjunto de textos constitucionales de la Unión Europea y sin los estatutos de autonomía, con los que forma los bloques de constitucionalidad. Y este conjunto diseña el ámbito de convivencia, que sirve para concretar los diferentes ámbitos de decisión. Libertad de decisión y campo de convivencia ya comprometido son dos polos que tienen que guiar la acción política. Con un criterio que ponga estos dos polos en armonía: el de responsabilidad. Puede uno lanzarse a definir, desde sus propias creencias o pasiones, la facultad de decidir de los vascos, con independencia de lo que los otros digan; puede para ello poner en cuestión lo que difícilmente se ha logrado en un proceso constitucional. Pero ¿es correcto que no tenga en cuenta las consecuencias de sus actos? En política es fundamental considerar la ética consecuencialista, lo que quiere decir que quien se lanza a una aventura de modificación de la situación tiene que saber qué está provocando. Pues bien, el nacionalismo está provocando dos efectos perversos: el primero, el de, al aliarse con HB, deslegitimar el sistema democrático; el segundo, al constituir un frente anticonstitucional, el de romper la convivencia entre los vascos.

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Por eso, al mismo tiempo que vemos que la situación es ahora mucho mejor que cuando la política estaba determinada por el crimen, vemos también que no es más fácil, sino más difícil. Y por eso también, más áspera que cuando el frente aparecía nítido entre violentos y no violentos. Parece un hallazgo, convertido en lugar común, diferenciar entre enemigos y adversarios y reservar el primer calificativo al que, rompiendo la convivencia democrática, nos agrede con violencia. Pero el frente nacionalista, por las condiciones de sus alianzas y de sus exclusiones, está difuminando la línea divisoria entre enemigo y adversario. Esto no se hace impunemente, pues quien establece el primer frente provoca la creación del segundo, lo que se traduce en que el debate político se agría. Se agría de manera que los no nacionalistas, por fin, no tenemos que callarnos tanto como antes, cuando concedíamos una sobrerrepresentación a nacionalistas democráticos. Ahora esperemos que no esté en juego otra vez la muerte, pero sí están en juego problemas de convivencia y de responsabilidad a los que damos mucha importancia, lo que nos permite no tener por qué tolerar ni cazurrerías ni bajezas morales en la confrontación política.

José Ramón Recalde es catedrático del ESTE de San Sebastián.

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