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Tribuna
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Aquellos polvos

Esta colección de ochenta aguafuertes de asuntos caprichosos inventados y grabados por Francisco de Goya, como es bien sabido, no son un extravagante y genial entretenimiento de gabinete. No, aquellos Caprichos que Goya daba a conocer al público un 6 de febrero en una droguería de la calle del Desengaño eran, son y serán una de las máximas expresiones de la libertad en el arte. Y lo son desde una lucidez, una modernidad y una capacidad de provocación que siguen siendo igual de vigentes, igual de necesarias, 200 años después. Ya no es que Goya estuviera logrando con su mirada, con su pintura, hacer eso que Baudelaire definió como hacer "lo monstruoso verosímil", es que con los Caprichos nos muestra, sin adornos y sin disimulos, cómo somos por fuera y por dentro. Cómo somos cuando nos miramos en el espejo de la realidad y, sobre todo, cómo somos desde ese otro espejo que no queríamos, que no sabíamos ver al menos desde la pintura, eso que después lo miraríamos desde el esperpento, el surrealismo o el psicoanálisis. Goya, su moderna lucidez, se adelanta a todo eso, marca e inventa unos caminos que hasta él habían estado intransitados.

¿De dónde sale esa mirada, ese genio, esa lucidez corrosiva de un hombre que vivía una paranoica realidad? Quizá venía de ese mare mágnum de contradicciones entre las que el pintor se movía en aquellos años finales del siglo XVIII. Su sordera se había agudizado, su salud era cada día más precaria, su fama aumentaba, su servidumbre y cercanía a la Corte y los cortesanos le amparaban y le comprimían, sus amores complicados y tortuosos y su soledad le seguían hasta los momentos de mejores compañías.

Libre

Protegido por los poderosos, querido por los reyes, admirado por los plebeyos y querido por los académicos, fue capaz de seguir siendo libre consigo mismo. Acompañado de sus sueños, de sus razones imaginarias que producían mostruos reales, cerrado en su gabinete, se puso a pintarnos, a reflejarnos como antes nadie lo había hecho. Como nadie lo ha hecho después. En esa forma de retratar nuestra sinrazón, en ese espíritu libre en medio de tantas contradicciones, quería Goya acercarse a nuestra extravangancia, nuestros embustes y nuestras zonas oscuras. Algo que habitualmente nos parece producto de nuestras pesadillas, de seguir nuestros impulsos, de vencer nuestros prejuicios reconociéndolos y de ser capaces de ser libres con nuestros propios monstruos.

Nosotros somos nuestros propios monstruos. Locos de nosotros mismos. Algo que había escrito Cervantes. Un camino por el que también transitaba el Quevedo de Los sueños, el mismo camino de los mejores del surrealismo que vendría, que nunca hubiera sido igual sin Goya. Ese lugar por el que años después marcharía otro raro español y aragonés, ese lugar por donde se podía uno encontrar con el fantasma de la libertad, con los prejuicios y su burla, con la contradicciones, los sueños, lo imaginario y lo real monstruoso, el camino de Luis Buñuel.

Realmente es una pena que Goya y Buñuel no se llegaran a conocer. Ese imaginario diálogo de sordos, de dos lúcidos genios, hubiera sido uno de los momentos cumbres de nuestros sueños más extravagantes. Juntos componen el mejor y más libre retrato de una España tan irreal y tan verdadera como la que ahora podemos volver a ver en las estampas y los cobres de los Caprichos.

Esas dos libertades, esas vidas paralelas, esos dos espíritus, dos genios tan parecidos, tan complejos, estuvieron a punto de encontrarse en la historia del arte de nuestro siglo.

En el año 26, el joven Buñuel, presurrealista, recibe el encargo oficial de la comisión para el centenario de Goya de preparar un guión de una película que sobre el pintor debería haberse comenzado a finales de año en Madrid. Aquel encargo de una película histórica sobre Goya traía a Buñuel desquiciado.

Sueños

No le gustaba su propio guión. Sabía que Goya estaba en otro lado, no en su guión, estaba en sus sueños. No salió. Pero no dejaba de obesionarle poder acercarse desde el cine al tortuoso y lúcido mundo del autor de los Caprichos. Obsesión que compartía con su amigo Dalí. El pintor de Cadaqués sí consiguió años después acercarse a Goya, especialmente a sus Caprichos, recreados por Dalí en su serie de manipulaciones de los inmejorables grabados del aragonés. Buñuel, después de su primer y fallido intento de acercarse a Goya, lo intentó dos veces más. Unos años después, en el 28, justo antes de rodar una película que conmocionó la historia del cine, El perro andaluz. Tampoco pudo sacar ese proyecto adelante.

No fue el último; en plena guerra civil, mirando una vez más los Caprichos, los Desastres y las pinturas de la guerra de Goya, lo intentó por tercera y última vez. No pudo ser. La nunca filmada película de Buñuel sobre Goya pertenece también a nuestros sueños. No importa.

Ahora, una vez más, podemos volver a vivir el impacto, la modernidad y la vigencia del mundo que Goya dibujó en los finales del siglo XVIII.

Mirando nuevamente aquellos grabados nos damos cuenta de que doscientos años no son nada. Todavía estamos en ellos. Aquellos polvos siguen siendo estos lodos. ¿O eso era antes de que España fuera bien?

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