Derecho de gracia
El gobernador del Estado norteamericano de Misuri ha indultado a un condenado a muerte a petición del Papa. Gesto loable, pero también repugnante. Lo es el que un hombre tenga en sus manos el derecho a decidir sobre la vida de otro hombre. ¿Qué clase de poder es ése? ¿Un poder delegado de Dios? Es a lo que más se parece, como indica la propia expresión: derecho de gracia.En Estados Unidos, como en China y como en muchos otros lugares del mundo, la vida humana está todos los días a la pública subasta, y una vida más, una vida menos, da lo mismo. En Misuri se producirán, sin duda, otras condenas a muerte, el Papa no estará de viaje entonces por América y el interfecto irá al palo, como se decía antes por aquí; ahora, en Estados Unidos van, sobre todo, a la inyección letal, que es el método más moderno. Se supone, desde luego, que el material está nuevecito, no pasa como con algunas sillas eléctricas, que funcionan mal y achicharran a la víctima, con innecesaria alevosía añadida. Una vez hubo una víctima negra que resistió los miles de voltios previstos; supongo que 1e darían más hasta acabar con ella.
Los mecanismos de la pena de muerte son siempre repugnantes, pero en Estados Unidos se obstinan en hacerlos más repugnantes todavía. Ese telefonito que todos hemos visto en las películas y que puede sonar y suena a veces cuando ya el justiciable se encuentra a punto de ser inyectado, quemado, asfixiado, fusilado o ahorcado, por citar las variedades con que se aplica la pena de muerte en tan democrática nación. Cuando ejecutaron en California a Caryl Chessman, en 1960, el llamado bandido de la luz roja, que llegó a escribir varios libros bastante sensatos sobre su caso y contra la pena de muerte, y que esperó muchos años la ejecución, hubo, al parecer, un telefonazo de última hora, pero tenía que ser filtrado por una centralita y la telefonista se puso nerviosa, y cuando llegó la llamada al patíbulo, Chessman, que se había mentalizado para la siniestra circunstancia, había ingerido rápidamente el gas venenoso.
Lo que yo no sé es por qué no se televisan las ejecuciones; alguna propuesta ha habido ya en este sentido. Es lo congruente: si la mayoría de los norteamericanos están tan convencidos de que la pena de muerte es ejemplar, la ejemplaridad sube de grado mientras más pública es. Un telefilme hubo hace algunos pocos años en que se filmaba tal suceso, donde tocaban el himno americano y el condenado se llevaba la mano al pecho para que todo fuera más legal.
Dicen que en Cuba, al comienzo de la Revolución, invitaban a la gente a presenciar las ejecuciones, en especial a los viajeros simpatizantes. En España se hizo, desde luego, durante la guerra civil, y supongo que en las dos zonas. Y la guillotina, ese invento humanitario del doctor Guillotin, filántropo que era el hombre, comenzó a funcionar así, entre los aplausos de las vecinas que hacían calceta en torno al patíbulo donde se mataba en nombre de la libertad: siempre se ha matado en nombre de algo.
Durante muchos siglos, la publicidad ha sido bastante consustancial con las ejecuciones. Nunca ha faltado ni faltará público. Baroja cuenta en Mala hierba la ejecución de un soldado en Madrid y el grito del público, que estaba atrás: "Bajad las cabezas, que veamos todos". Tenía razón según su punto de vista, que es el punto de vista íntimo de todos los defensores de la pena de muerte. Los que la consideramos un asesinato legal es evidente que estamos en otra órbita de valores.
Pero hay que repetirlo: el derecho de gracia forma parte de todo el repugnante ritual jurídico que conduce a las ejecuciones. Nada más reprobable que el poder humano, sea del signo que sea, se invista de apariencia divina. Por eso, los bolcheviques, antes de llegar al poder, eran partidarios del atentado político, pero no de la pena de muerte. Lo primero cabía entenderlo como un ejercicio de laicismo, seguramente más que discutible: pero lo segundo les parecía pura teocracia. Después llegaron al poder, se olvidaron de estas especulaciones y se dedicaron a fusilar a mansalva. Y así les fue y nos fue a todos.
Babelia
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