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Utopías, silencios, amnistías

Viejos públicos, nuevos públicos, novísimos públicos. La polémica ha estallado al comprobar cómo va aumentando día a día la edad media global de los espectadores habituales de ópera y conciertos. La revista Scherzo dedicó su dossier de diciembre al tema. Entre las opiniones -ricas y variadas- no me resisto a reproducir el final del artículo Ópera y público, de José Antonio Campos, aficionado de toda la vida y actual subdirector general de Música. Dice así: "Hablar de repertorio no supone apostar por lo conocido, porque de ese modo se asegura y se cuenta con un público cómodo y fácil, sino que la cuestión del repertorio hoy no es otra que la de redefinirlo y ponerlo en valor por relación con un proyecto estético e ideológico que es el que, en definitiva, acabará por marcar la personalidad de un teatro y por establecer su relación sólida con un público nuevo que reconozca dicho espacio como algo vivo, inquietante y, en suma, como un territorio para la confrontación artística. Estoy convencido de que ese público existe y de que está dispuesto a participar en la aventura; mis dudas se centran en si existe la voluntad de convocarlo y en si se tiene claro que un teatro de ópera es un servicio público que debe medir su rentabilidad con parámetros inexcusablemente relacionados con la difusión y extensión de la cultura, y no con su dedicación a públicos o colectivos sumidos en la autocomplacencia".El pasado viernes asistí a la primera de las funciones para niños y jóvenes de La coronación de Popea, de Monteverdi, en el teatro de la Zarzuela. La experiencia de ofrecer para un público juvenil -a precios entre 500 y 1.000 pesetas- las mismas representaciones que escuchan y ven los mayores se viene haciendo desde 1993, con la colaboración de algunos colegios, como el Montserrat, que incluso elabora los programas de mano con dibujos y trabajos literarios efectuados en clase. Hacía varios años que no iba a una función de niños y el griterío previo en la sala me desconcertó. ¿Cómo reaccionarían estos revoltosos chicos y chicas ante tres horas y media de recitativos y ariosos sin ningún tipo de concesiones? Pues bien, no se oyó ni una mosca, salvo los susurros espontáneos que despertaban algunas situaciones escénicas, y al final la chavalería estalló en un jolgorio de vítores y bravos en tonos agudos, agudísimos, capaz de dejar sordos a los oídos más sensibles. Pocas veces he visto un público tan respetuoso y entregado. Algunos observadores extranjeros no daban crédito a lo que estaban presenciando: una tregua de silencio de más de tres horas en niños que, según sus profesores, no están más de 10 minutos quietos en clase; un viaje a la utopía del espectador ideal, algo casi insoñable en estos tiempos de zapin y teléfonos móviles. José Antonio Campos tenía razón: el nuevo público existe si se le cuida y la forma de trabajo define la personalidad de un teatro. La respuesta sociológica a La coronación de Popea es para reflexionar. El público de las funciones normales está mayoritariamente por debajo de los 35 años, y la primeras entradas que se agotan son las más baratas, todo un signo. La coronación de Popea ha sido un revulsivo en la programación operística. Lo que podía haber desembocado en un fracaso estrepitoso se ha convertido en el primer punto de referencia del 99 musical.

En plena semana de signos utópicos, esta tarde hay un concierto clásico a beneficio de Amnistía Internacional en la sala de Cámara del Auditorio Nacional, a precios populares. Lo organiza Ibermúsica y lo apadrina el compositor Cristóbal Halffter. Obras de Haydn, Mozart y C. Ph. E. Bach serán interpretadas por el Haydn Ensemble de Berlín, un grupo cuya misión principal es difundir la música de Haydn y "contrarrestar el relativo olvido en que está sumida", como afirma su director H.Schellenberger. Amnistía Internacional había ya realizado con anterioridad un concierto de músicas populares, bajo la denominación Ellas cantan solas, que se saldó con un enorme éxito. En la convocatoria clásica no se ha vendido aún todo el aforo en el momento de escribir estas líneas. Los nuevos públicos, que han hecho de Monteverdi su bandera musical de rebelión, tienen ocasión de redondear con Haydn una declaración de principios por un mundo más bello a través de otras formas de sentir la música. Y, además, no hay problemas de incompatibilidades: hoy, Haydn; mañana, Monteverdi. ¿Será un sueño?

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