Cruel e inútil
JUAN PABLO II ha aprovechado sus últimas horas en Estados Unidos para condenar inequívocamente, por "cruel e inútil", la pena de muerte, que Estados Unidos sigue aplicando con largueza en contra de la tendencia prácticamente universal hacia su abolición entre las democracias. El Papa, que desde 1995 se ha ido desmarcando sutilmente de la posición doctrinal de la Iglesia católica -cuyo catecismo universal admite todavía la última pena en determinadas circunstancias-, ha utilizado una misa ante cien mil personas en la capital de Misuri para pronunciarse contra las ejecuciones legales, parte de una "cultura de la muerte" extendida en la influyente potencia mundial. Y que chirría más por manifestarse en un país que celebra desmesuradamente algunas manifestaciones del don de la vida.El mensaje papal en San Luis, eco de los de México y que amplía el de Navidad en el mismo sentido, se ha producido al día siguiente de que las autoridades de Tejas ejecutaran mediante inyección a un reo de origen hispano. Desde su restablecimiento en 1976, Estados Unidos ha aplicado la pena capital, que utilizan 38 de sus Estados, a más de 500 personas, de ellas casi medio centenar sólo en el año pasado. Amparado en una Constitución ilustrada, un sistema judicial independiente y una sociedad civil con arraigadas tradiciones de libertad de expresión y prensa, Estados Unidos se considera un bastión de los derechos humanos, y así lo exporta políticamente y a través de su formidable maquinaria mediática. Pero la realidad es más compleja que su expresión televisada. Frente a Europa, por ejemplo, donde 35 de los 40 miembros del Consejo de Europa han ratificado el protocolo de abolición de la pena de muerte, la gran democracia estadounidense tiene el dudoso privilegio, denunciado año tras año por las organizaciones humanitarias, de ser uno de los seis países en los que todavía se ejecuta a jóvenes que tenían menos de 18 años cuando cometieron su delito.
Un informe de Naciones Unidas divulgado el año pasado establecía que la pena capital se aplica de manera arbitraria y discriminatoria, y que los grupos raciales minoritarios están exageradamente representados en los corredores de la muerte de las prisiones estadounidenses. En ellas se sigue ejecutando no sólo a delincuentes que acaban prácticamente de superar la adolescencia, sino incluso a personas con minusvalías mentales. El llamamiento de Juan Pablo II en Misuri adquiere en este contexto una especial relevancia. El Papa ha ido más allá de su reiterada defensa de los más débiles y de la condena de la violencia. Se ha dirigido al núcleo de la última expresión de la violencia del Estado contra sus propios ciudadanos. Una sociedad moderna, y Estados Unidos pasa por ser su epítome a escala planetaria, debe tener los instrumentos suficientes para protegerse, sin negar por ello a quienes conculcan sus códigos, mediante el argumento final, la posibilidad de redimirse.
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