La realidad suficiente
Conocí a Gonzalo Torrente Ballester en 1963, cuando le invité a hablar en Oviedo, a raíz de las huelgas mineras de Asturias, de la experiencia de un novelista ante los hechos. Comenzó su disertación recordando que en el parque de San Francisco había una estatua de Clarín que había sido demolida durante la guerra civil. Y declaró que sólo reponiendo esa estatua la ciudad se reconciliaría consigo misma. Ese detalle me dio a entender la amplia dimensión de su mundo interior.Lo reencontré hace 20 años al llegar a Salamanca. Estaba a punto de retirarse de catedrático de instituto, donde era un docente extraordinario, y le promoví un homenaje. Luego se cambió de casa, cuando un edificio nuevo le tapó las vistas de la Torre del Aire, y pasó a vivir muy cerca de mí. Desde entonces tuvimos una amistad familiar. Él firmó mi candidatura a la Academia y contestó mi discurso de ingreso. Aunque sabía que estaba muy enfermo, su pérdida me resulta muy dolorosa. Hablaba poco de su biografía, y cuando lo hacía era a través de sus lecturas, de cómo había comenzado a leer siendo muy niño, primero Hamlet y Romeo y Julieta, luego a los vanguardistas, y, cuando tenía 22 años, a Baudelaire, que le reveló algo básico en su escritura: la conciencia del arte, la lucidez del artista ante su tarea.
Poco antes de la guerra civil, cuando se encontraba en París preparando su tesis sobre historia, descubrió a Joyce y redescubrió el Tristam Shandy, de Lawrence Sterne. Por ese medio llegó a Cervantes, en un momento en que era un orteguiano y creía en la existencia de una minoría que debía convertirse en fermento de la comunidad, de la masa. Su cervantismo se cifra en un principio fundamental de su literatura: el de la realidad suficiente. Según este principio, una obra debe tener ese mínimo para que luego vuele libremente por todos los espacios.
En novelas como El golpe de Estado de Guadalupe Limón descubre la falsedad de toda construcción histórica, y en Ifigenia trata de demostrar que el artista será siempre un exiliado del reino, no sólo porque nunca se le aceptará plenamente, sino también porque el artista no tiene límites, está más allá del corsé de las ideas y de la limitación del poder. Por eso conoció el exilio interior de tantos españoles y lo vivió desde la conciencia del arte, que para él era básicamente la conciencia de la fuerza de la palabra. En Torrente todo lo hace la palabra, con dos características destacables, el énfasis que pone en la dimensión poética de la novela y su empeño en potenciar técnicas para crear ambigüedad: el baciyelmo cervantino (la bacía y el yelmo, que al unirse crean otra realidad).
Eso es lo que guía a Torrente Ballester para crear, como quien entra a través de un túnel y llega a la luz, reinos nuevos a través de la palabra, mezclando la experiencia vital y sus lecturas, algo que también aparece en su obra ensayística y en sus colaboraciones periodísticas.
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