Provincianismo andaluz
A.R. ALMODÓVAR El nuevo año se estrenó, entre otras novedades, con una valiente propuesta del secretario general del PA, Antonio Ortega, en pro de un pacto político contra los localismos andaluces. Un poco tardía, también es verdad, y seguramente nacida del escarmiento. Nadie como los andalucistas sabe cuánto cuesta en términos electorales ningunear a provincias enteras o hacerlas depender de los personalismos interiores. Sólo falta que ellos no propicien más pendientes por ese resbaladero fatídico que son los terruños agraviados. (Con la que está cayendo en el País Vasco, perdón, Euskal-Erría, ya tenemos ración para el año). Me refiero a la vagarosa idea de crear divisiones administrativas conforme a un inexistente mapa de comarcas andaluzas. Faltaría también que los senderos de cabras se convirtieran en fronteras, ahora que hasta la de Jerez quieren quitar. Nuevas tribus y, claro, nuevos puestos a cuenta del contribuyente. Pero sea bienvenida y apoyada la reciente iniciativa que, sin embargo, ha caído en el más severo mutismo por parte de los demás partidos políticos, salvadas unas protocolarias declaraciones del día siguiente. Me pregunto a qué será debido. Quizás a que muy pocos, por no decir ninguno, está libre de este pecado, el más palurdo y peligroso de la España autonómica: fomentar la rivalidad entre ciudades y mofarse del vecino desde las tribunas públicas, esto es, utilizando las corrientes sumergidas del Neolítico, acrecentadas por la fuerza centrífuga de las autonomías. Alcaldes ha habido que no perdían ocasión de jalear el sentimiento contra esta o aquella provincia y que en sus pregones político-festivos amonestaban a las pobres muchachas que se atrevían a lucir el garbo por algún baile que no fuera el genuino, acreditado y antiquísimo de la localidad, aunque ya nadie supiera bailarlo. Para qué hablar de los manoseados tópicos antisevillanos de los carnavales de Cádiz -hoy felizmente en regresión, parece- o del simple hecho de viajar uno en su coche a otra parte andaluza y, al menor descuido, recibir de los nativos, no ayuda, sino confusas imprecaciones provinciales. De fútbol, mejor no hablar, porque no me gusta mezclar la alta política con estas cosas. Pero ahí quedan los destrozos y las contusiones de este último domingo a cuenta de un partido de rivalidad regional, el Sevilla-Málaga, que sólo necesitaron las complacencias públicas de la pintoresca alcaldesa de Málaga, hace unos meses, a cuenta de las desdichas del Sevilla FC. Todo un ejemplo para la paz y la concordia. (Tal vez por eso no se atreven a presentarla para presidenta de la Junta. Lástima, con lo que nos íbamos a divertir). Tampoco les hablaré hoy de cómo se reparten en el Consejo de Gobierno andaluz las distintas advocaciones provinciales y de cómo las tiene que equilibrar el presidente Chaves, no sin hartos sudores. Prefiero, ahora que estamos en el centenario de Borges, acordarme de una página de El libro de arena, quizá la más cosmopolita del argentino universal: "Nos presentaron. Le dije que era profesor en la Universidad de los Andes en Bogotá. Aclaré que era colombiano. Me preguntó de un modo pensativo: -¿Qué es ser colombiano? -No sé, le respondí. Es un acto de fe. -Como ser noruega, asintió".
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